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lunes, 23 de junio de 2008

LA MIRADA INDISCRETA


Roberto salió del despacho donde trabajaba de pasante desde hacía dos años, recién terminada la carrera y, rápidamente, siempre pegado a las fachadas de las casas, se dirigió al restaurante de comida rápida donde acostumbraba a comer. Abrió las puertas del restaurante y, como si el tiempo se le hubiese escapado por algún recóndito orificio del inmenso espacio, se acercó a la mesa más apartada de todas y se sentó; como siempre, mirando hacia la calle, intencionadamente de espaldas a la realidad que, día a día, se originaba a la hora de comer.

Aun no había llegado el grueso de la clientela así que, no tuvo que esperar mucho para oír a su lado la voz de la camarera

-¿Va a comer lo de siempre?- sin tan solo un saludo, Roberto asintió con la cabeza mientras su mirada se perdía a través de la cristalera que daba a la calle, entre el ir y venir de los viandantes que, a esa hora del día, daba la impresión que todos llegaban tarde a sus destinos. Las mesas de “fuera” del restaurante estaban vacías; aun el tiempo no acompañaba a la invitación de comer fuera, aunque no por ello, el dueño del restaurante no perdía la oportunidad de completar un buen lleno.

Cuando le sirvieron el primer plato, Roberto comprobó como cuatro personas se disponían a ocupar la mesa que, en el exterior, se encontraba frente al lugar que él ocupaba. Tres hombres y una mujer. No los miró para evitar encontrarse con sus miradas e, instintivamente, bajó su cabeza y fijó la mirada en el plato. Al coger el vaso de agua para beber, levantó la mirada y en ese instante tomó conciencia de que el hombre que se había sentado frente a él, en la mesa exterior, le estaba mirando fijamente. Toda la sangre de su cuerpo se le vino a la cara, el vaso se le escapó de entre los dedos y el agua inundó impertinentemente el mantel de papel, la mesa y el suelo.

En ese instante oyó las carcajadas de algunos comensales que, originadas por alguna graciosa salida de uno de ellos, él creyó motivada por su inoportuno protagonismo. Los nervios le saltaron como muelles de sofá destrozado por el juego de los niños y, sintiéndose morir, bajó los ojos hasta el mismo suelo, extendiendo con la suela de sus zapatos el charco de agua que su atolondrado comportamiento había formado. Tan concentrado estaba en su ensimismamiento, que no notó como se acercaba la camarera y al hablar esta, para decirle que no se preocupase que le cambiaría el mantel en un instante, saltó como un resorte y, al ponerse en pié, su hombro dio con el brazo de la chica que no pudo evitar la caída de la bandeja que portaba, con todos los platos.

Instintivamente miró hacia la cristalera, tras la cual se encontraba el señor que con su penetrante e impertinente mirada, le había hecho salir de su estado de objeto anónimo del paisaje del restaurante al que necesitaba pertenecer. En pocos segundos pasaron por su mente imágenes de su juventud. Su madre y su padre siempre gritándole “¡No hagas eso! ¡No toques aquello! ¡No dejes eso ahí! ¡No, No, No! ¡Siempre sintiéndose observado para ser corregido!

Al comprobar que la mirada del desconocido comensal seguía fija en él y todo lo que le acontecía, Roberto no pudo contenerse y, sin esperar la cuenta, sin decir una palabra, salió corriendo del restaurante y cruzó la calle, sin tan solo comprobar que el semáforo, acompañándole en su dolor, estaba del mismo color que su cara.

Un frenazo chirriante, penetrante como la indiscreta mirada de un desconocido, un golpe seco y todas las miradas del los peatones y automovilistas de la calle se posaron en el cuerpo roto de un hombre que siempre quiso formar parte del anónimo paisaje de la vida.

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