Vueling

viernes, 22 de septiembre de 2006

EL VIBORAS CAP. 1




EL ENCUENTRO

Un mozalbete de pelo bien soleado y siempre al dos por tres, andaba por su segunda decena, a mitad de camino entre inocencia y pubertad, de buen carácter o, por lo menos, eso creía él.

Aquel verano, encontrándose hecho y derecho, decidió que, ya que sus conocimientos de la naturaleza eran mas que suficientes, su padre, viejo montañés, le había enseñado todo lo que tenía que saber, decidió en soledad y, amparado en la confianza que sus padres tenían depositada en él, recorrer la escarpada vereda que tantas veces había andado con su padre y sus hermanos, hasta la poza de las Buitreras, allá donde le dio a nacer al Guadiaro, en la boca del diablo, bajo el puente del francés.

Amaneció el día y, con él, salió de casa a hurtadillas y en silencio; no eran horas de pregonar las proezas de los héroes y, con la seguridad que dan los años, la experiencia y el saber, tomó el sendero entre juncos; despuntaban ya las siete de aquel agostado mes.

Allá alrededor de las once que sobre el Hacho marcaba el implacable sol, llegó a la boca del diablo y, sin pensar si las aguas eran termales o frías, de hacerlo jamás tomaría la decisión, se desnudó al completo y lanzándose a la poza, comenzó a nadar para cruzar al lado oscuro de la boca del diablo. No dejó de bracear en ningún momento, de hacerlo, la frialdad de las aguas habría paralizado su cuerpo y, casi en un parpadear, se encontró al otro lado. Sonrió al salir del agua; posiblemente era el primer humano que pisaba aquellas piedras y, sabiéndose único ser vivo, se adentró en la cortada.

A medida que avanzaba por la cortada, la luz disminuía, las enormes, rocosas y altísimas paredes que la formaban, se cerraban hasta que en algunos momentos le era imposible andar de frente. Solo le acompañaba el golpear de los cantos rodados que formaban el lecho del río, si es que a aquello se le podía llamar río.

Su andar era lento, más por la miedosa admiración que aquel pasadizo natural le provocaba que por lo incómodo que le fuera el camino. Y, tanto se fue cerrando la ciclópea grieta, que no pudo seguir avanzando ni agachándose bajos los salientes de la granítica mole.

Algo decepcionado por ver terminada su osadía sin llegar a ningún término, ni bueno ni malo, se sentó en el pedregoso suelo y contempló los dos lados del corte, justo donde se encontraba. Pensó.

-Lógicamente, si esto ha sido como consecuencia de un gran movimiento sísmico hace millones de años, que rompió esta enormísima roca en dos partes, los salientes de mi derecha deberían coincidir con senos en mi izquierda- y, sin otro entretenimiento y, totalmente olvidado del tiempo que pudiera llevar en su particular odisea, se dispuso a comprobar su “lógico” razonamiento. En el mismo instante en que intentó ponerse en pié para analizar pormenorizadamente su teoría, oyó un fuerte gruñido al otro lado de la pared que le impedía seguir su camino por la cortada. El susto le dejó absolutamente paralizado. Se encogió de hombros, arrugó sus cuerpo y piernas intentando convertir su cuerpo en un pequeño corpúsculo invisible; no tuvo conciencia de ello, pero sus orejas crecieron dos enormes metros y sus oídos, por primera vez desde el mismo momento de su aparición en este condenado y difícil mundo, comenzaron a percibir escalas sónicas que jamás ser humano alcanzara a oír, pero el absoluto silencio siguió al incomprensible hecho. Mantuvo la atención un enorme y dilatado tiempo, hasta que, convencido de que “aquello” había sido una broma que su tenso estado de ánimo le había gastado, siguió con sus investigaciones, incorporándose de nuevo.

Al hacerlo, pisó los guijarros sueltos y estos, escandalosos de nacimiento, sonaron otra vez en las profundidades de las Buitreras. De nuevo un extraño gruñido sonó al otro lado de la roca. Él entendía que el sonido le llegaba rebotando entre las dos paredes y a través del pequeño espacio que quedaba entre las dos caras. Se quedó quieto y, aunque sus nervios volvieron a tensarse, ya no sintió el pánico de la primera vez. Esperó unos segundos y, agachándose y tomando algunas piedras, se levantó y lanzó una, dos, tres, cuatro... por entre las dos paredes, hasta que, sorprendido, vio como otro guijarro, procedente de la grieta cayó a sus pies.

Fue tal el temblor que le dominó todo su cuerpo que, ni aún haciendo enormes esfuerzos pudo pronunciar palabra alguna, ni conseguir lanzar otra piedra. Paralizado de terror, pensó que era mejor esperar a ver si “la cosa” del otro lado tomaba la iniciativa y, en base a la que tomase, el tomaría, a la mayor rapidez que piernas y cortada le permitieran, el camino de casa sin paradas intermedias ni para tomar aliento.

Siguió un profundo silencio que al chaval le sirvió para recuperar algo de ánimo y de movimientos, ambos perdidos entre los guijarros, no ya del suelo, sino del subsuelo a más de diez metros de profundidad.

-¿Por qué me meteré siempre en embolados que luego me dejan los dientes doloridos de tiritar?- Pensó el chaval, pero, dándose ánimos, comenzó a agacharse para tomar algunas piedras más, cuando, como si quien o que fuere supiese o viese sus movimientos, se adelantó a él y, con suavidad pero con suficiente fuerza, le llegó a los pies un nuevo guijarro. Le devolvió el guijarro, no sin antes hacer un enorme esfuerzo para contener el temblor y poniéndose en posición de salida de los cien metros lisos en final olímpica.

De nuevo un largo silencio y al rato sonó el guijarro de vuelta. Viendo el chico que aquello podría convertirse en una larga y apática partida de ping-pong, se decidió a preguntar.

Abrió la boca, tomó aliento y con intención de aparentar ser un hombre ya mayor, intentó emitir ¿Quién está ahí?, palabras que antes de salir, debieron diluirse como miel en el paladar de su boca; sin embargo, él se oyó, y hasta le pareció que su voz había quedado muy convincentemente adulta; cosas de la imaginación, diría Freud. Lógicamente esperó contestación y, al no haberla, de nuevo comenzó el temblor, porque, -“quien no habla... ¿Cómo sé yo que razona? Y si no razona...”, y de nuevo sus piernas comenzaron a fallarle y sus manos dejaron caer las palabras que había recogido del suelo para comunicarse.

Los silencios que se producían, inconsciente de que fueran o no intencionados, le servían para recuperar fuerzas y ánimos, sobre todo los segundos, que tenían la virtud de desvanecerse en el aire como las matinales nubes de un verano lluvioso. Pero los tiempos muertos son demasiado cortos cuando la indecisión nos cubre como los nubarrones otoñales y, sin avisar, una voz, tan avejentada y lúgubre como las rocas que le rodeaban, surgió de los abismos infernales o eso le pareció al chico, dado el estado en que se quedó al oírla.

-¿Me oye?- el hilo de voz que en realidad sonó, mas bien parecía proceder de una persona en un alto estado de debilidad, pero al chaval le sonó como el grito que dan los dioses en las alturas, al despertar de un sueño y antes de descargar sus vejigas sobre la tierra. Movió la cabeza afirmativamente varias veces y, posiblemente hubiese seguido con ese mecánico movimiento hasta el final de lo siglos, si de nuevo la voz no hubiese sonado a través de la grieta de las rocas.

-¿No me oye nadie?- miró hacia arriba y acercó su cara a la estrecha abertura que tenía delante; de pronto, dando un enorme salto sobre sí mismo, recordó que a sus espaldas había dejado un camino expedito y desprotegido para la llegada de cualquier indeseable. Al comprobar que nada había que temer por la retaguardia, se volvió de nuevo a la grieta, sintiendo que su estado febril se estabilizaba y, tomando aire, contestó.

-Si, le oigo- sonó tan débil que ni él mismo tuvo seguridad de haberlo dicho y repitió, esta vez con algo más de energía. –Si, le oigo- sonrió al oírse y sonarle bien.

-¿Me puede ayudar? No puedo moverme de aquí- prosiguió la voz.

-¿Como?, ¡si no se puede pasar!- contestó mientras miraba con atención las dos caras de la roca que le rodeaba. – Mire hacia arriba y entenderá- le sonó a oráculo divino dando indicaciones jeroglificadas, pero, inocentemente animado por la petición de ayuda que le hacían, el chico buscó algún extraño indicio que las rocas le ofrecieran para entender el significado del oráculo. Observó los pequeños salientes que la rotura había dejado en los puntos más duros de la composición de la roca y empezó a entender. Buscó un apoyo cercano al suelo y, en ese preciso instante, tomó conciencia de que, para cruzar la poza, se había quitado toda la ropa y que, en su bajo vientre, quedaban al descubierto los minúsculos restos de lo que aquella misma mañana, ante el espejo, habían sido su admiración y orgullo. El miedo, todos lo sabemos, retrae y concentra nuestras potestades a dimensiones impropias de cualquier hombre que se precie. Retirando inmediatamente sus manos de las paredes, las colocó a modo de protección y ocultación de la ridícula perspectiva que desde sus ojos podía contemplar. Reaccionando a la velocidad de cualquier cerebro joven y despierto, le explicó a la voz.

-Perdone, es que me he olvidado de algo y voy a buscarlo. Ahora vengo – y sin dar opción a réplica alguna, salió corriendo en dirección a la poza. Se golpeó con varios salientes, trastabilló en varias ocasiones y hasta se golpeó el pulgar del pié derecho, con suficiente fuerza como para paralizar a un hipopótamo en plena carrera, pero era tal su excitación, era tan imprevista y apetecible la posible continuación de su odisea, que nada le retuvo. Llegó sudando ya que, aunque el sol nunca alumbró ni alumbrará aquellas profundidades, era verano y a las dos de la tarde, en plena serranía de Ronda, en aquella cortada por donde ni el aire era capaz de pasar, la temperatura superaba los cuarenta grados. Además, la enorme carrera que se había dado para no hacer esperar a su improvisado y enigmático desconocido, le produjeron tal sofoco que, al lanzarse al gélida agua, su cuerpo agradecido se relajó completamente; sintió como el agua aliviaba su estado nervioso y a una velocidad que ni él mismo hubiese podido igualar, cruzó a nado los más de cien metros que había entre las dos orillas.

Tomó calzado y ropa y, sin pensar como hacerlo, se lanzó de nuevo al agua; con el brazo izquierdo en alto para evitar que se mojaran ropa y zapatillas de esparto, nadó como pudo hacia la boca del diablo. Vistiéndose, salió corriendo hacia su particular encuentro con lo que para él era en ese momento y sería para el largo futuro que le esperaba, este relato lo demuestra, una de sus mayores experiencias. Jadeando, sudoroso pero ilusionado, llegó de nuevo a la angostura de la cortada y gritó:

-Ya he vuelto, oiga. ¿Me oye?- esperó apoyado en las rocas, intentando recuperar aire y aplomo.

-Ya le oigo, ya, pero no grite, a las rocas no les gusta que se las moleste. – el chico miró hacia arriba, esperando encontrar unos ojos justicieros y unos labios imponiendo silencio absoluto. Al instante oyó como unos repiqueteantes golpecitos comenzaban a sonar en la cortada; segundos después, vio caer al suelo un pequeño trozo de roca. Sus ojos, olvidándose de todo el valor acumulado con la carrera, el doble baño en hielo, cansancio y la maravillosa odisea que le esperaba, se quedaron petrificados, mirando fijamente el pequeño guijarro caído desde arriba. Lentamente y en absoluto silencio, fue pegando su cuerpo a una de las paredes, hasta casi quedar absorbido en el natural e irregular contorno de la roca. No, no volvería a gritar, no fuera a ser que aquella mole se enfadase con él y...

-¿Sigues ahí, zagal?- preguntó de nuevo la voz. Dando un enorme respingo, volvió a la realidad y, como un hilo de seda se desenreda del capullo de la crisálida, su voz trémula e inocente se dejó oír.

-¡Sí, sí, sigo aquí; pero no grite, señor, que ya se han enfadado allí arriba!- un doloroso intento de carcajada sonó como un trueno en la cortada. Algunas pequeñas piedras rodaron cortada abajo. A medida que caían, sus impactos eran más fuertes y el sonido crecía hasta parecer que todo aquello se venía abajo.

Tanto tiempo en tensión, tanto pánico a lo desconocido acumulado, tanta situación de potencial riesgo, pudieron con la débil coraza de fortaleza con la que el chico se había protegido y, saltando en mil pedazos, comenzaron a salir por los lagrimales de sus pequeños ojos. Acurrucado, en silencio y con los ojos cerrados y húmedos, Alejandro se quedó quieto sobre los guijarros que a lo largo de siglos habían servido de colchón a las aguas del Guadiaro. A veces, hasta los más grandes héroes, tienen un momento de humanidad, pero, a diferencia de los demás, se recuperan rápidamente de ellos.

Sobreponiéndose a la peligrosa situación y comprobando que ya no caían los pequeños trozos de roca, sorbió todas sus lágrimas por la nariz y de un manotazo deshizo las huellas que estas habían dejado en sus mejillas; se incorporó y le habló a la voz.

- Voy a pasar. ¿Hay que escalar mucho?- esperó la contestación mientras buscaba los primeros apoyos para sus pies, ya calzados.

- No hijo, como a tres metros del suelo encontrarás un hueco por donde pasar a este lado- y tomando aire para proseguir la explicación- no te preocupes, no hay peligro, yo lo he hecho muchas veces-. Efectivamente, poco tuvo que esforzarse; las dos paredes estaban tan cercanas que más trabajo le costaba pasar entre los salientes que encontrar apoyo para sus pies y manos. A medida que subía, la separación entre las dos paredes aumentaba y pronto vio que su cuerpo pasaba de aquel angosto punto. Subió un poco más y avanzó hasta que, mirando hacia abajo, vio al fondo una extraña figura que le hacía señas con una mano.

No era la heroicidad una de las virtudes del chico, pero también es cierto que la vida, hasta esos momentos, nunca le había puesto en situación de demostrar si formaba o no parte de su ser; la prudencia sí o, al menos, así se lo habían dicho sus padres en alguna ocasión. Lo cierto es que, hasta ahora, quien fuere el ser que se encontraba allí abajo, no había mostrado señales de querer hacerle daño alguno y, no teniendo experiencias negativas que le pudieran avisar, comenzó a bajar hacia la voz.

A medida que la distancia al fondo disminuía, las formas se definían y, aquella “cosa” de donde emanaba la voz, se hacía cada vez más incomprensible para el joven aventurero. Cuando, viéndose lo suficientemente cerca del suelo, se preparó para saltar, de nuevo la voz, suave pero autoritariamente le detuvo.

-No intentes saltar zagal, los movimientos bruscos no nos gustan a los que vivimos libres. Baja con suavidad y hazlo todo disfrutando cada paso- tomó aliento- pero no te pares, llevo demasiado tiempo aquí y me voy convirtiendo en roca.- Fue en ese momento cuando el chico tomó conciencia de la fuerza que le empujaba hacia la misteriosa persona que le hablaba; era su voz y el tono con que le hablaba; era como un imán que le atraía poderosamente. Su voz profunda y tierna, dolorida y autoritaria, segura y paternal. Andaban sus pensamientos descifrando los motivos cuando oyó a sus espaldas un silbido potente y amenazador; al ir a girarse para saber de donde procedía, de nuevo sonó la voz.

-No te vuelvas, hijo, confía en mí y mírame a los ojos mientras me acercas tus manos- extendiendo las suyas y doblando algo su cabeza para mirar detrás del chico- deja ya de amenazar, Bala, viene a ayudarme. Cuando consiga sacarme de aquí, tendréis tiempo de conoceros.

Alejandro, confiando plenamente en sus palabras, extendió sus manos hacia las de él. Al hacerlo y mirárselas, tuvo que contener un primer impulso de rechazo. Nunca recordaba haber visto nada parecido. Cuando en una ocasión visitó el zoo de su ciudad, el Tempúl, pudo ver las enormes y negras garras de un oso enfurecido con su pareja, recuerdo que en aquel momento le vino a la mente. Se dejó tocar por aquellas manos cuyas uñas, enormemente largas y sucias le arañaron su piel, ahora doblemente blancas, no sé si por comparación con las otras o por que su sangre, coagulada por el terror que estaba sufriendo, ya no circulaba hacia sus extremidades.

-¡Vaya! Veo que eres joven y de ciudad. Piel de mujer, pero corazón de jabalí- le sonrió con cierta tristeza. Al hacerlo, mostró unos dientes tan enormes y sucios que los vellos de la piel, como los soldados de un campamento al toque de diana, se pusieron tiesos y en formación. –Creo reconocerte. ¿Eres uno de los chicos que todas las mañanas de los veranos, recorréis los senderos de las buitreras?- sostuvo las manos del chico entre las suyas, como queriéndole transmitir confianza- Me gustáis, os veo de lejos disfrutar del monte sin estropearlo. Pero, ayúdame ahora que, ya luego, tiempo tendremos para contar historias. Hace unos días, al entrar y posiblemente por culpa de mi torpeza y la vejez que me acompañan, puse mal mi pié en el apoyo y se quedó aprisionado entre estas dos rocas- le habló mientras su mano izquierda acercó la derecha del chico hasta su pierna. Al tocarla, Alejandro comprobó que a la altura del tobillo, la pierna de aquel hombre estaba empotrada entre dos rocas, mientras sentía como la mano del hombre se posaba sobre su cabeza. Algo más tranquilo se fue agachando despacio para comprobar donde se había quedado encajada. No intentó moverla, solo comprobó con los dedos; al hacerlo, el hombre emitió un suave quejido, e inmediatamente suspendió la presión. Cuando retiró la mano, se dio cuenta que la tenía llena de una pasta oscura con un fuerte y desagradable olor. Miró al hombre y este, sonriendo se explicó.

-Pero chico, que quieres que haga, llevo aquí varios días sin poder moverme. No creas que a mi me gusta estar así pero, si me sacas, verás como lo arreglo- y cogiendo su mano de nuevo le preguntó -¿Podrías tu solo sacar mi pié de ahí?-

-No lo sé señor, antes tendría que ver como está encajada y así no puedo hacerlo. ¿Le importa que vaya a buscar agua y limpio un poco la pierna para ver mejor?- los escondidos ojos que tanto le hipnotizaban, le miraron fijamente un buen rato. –Vamos a ver si las cosas funcionan. Para poder ir por agua, necesitas volver a salir y para hacerlo, debes moverte como se mueven los juncos al viento, como crece la hierba, despacio, seguro de ti mismo y sin miedo.- Tomó de nuevo aire y siguió explicándole al chico. -¿Sabes que el miedo huele? ¿Sabes que el miedo se transmite a través del aire y todos los que viven en el campo lo notan?- el chico, como hechizado, le oía hablar sin mover un solo músculo de su cuerpo. ¿Le estaba diciendo aquel hombre que no debía sentir miedo? ¿Por qué? y como leyéndole el pensamiento –Lo que vas a ver ahora, hijo, ni te debe preocupar, ni te debe producir miedo, porque, si lo demostrases, yo no podría hacer nada, por eso quería que me sacases la pierna antes de todo. Le unió las dos manos y le dijo.
- Oyeme atentamente. Ahora voy a hablarle a alguien que tú no conoces, pero no te vuelvas hacia él hasta que yo te lo diga y, cuando lo hagas, hazlo despacio e intenta no tener miedo. Si lo haces así, verás como os hacéis buenos amigos. ¿Estás seguro de poder hacerlo?

- No, señor, pero mientras que no sepa de qué me habla, no creo tener miedo alguno.- pensando más detenidamente le preguntó. -¿Para coger agua no tengo que volver a subir para ir hasta la poza del Diablo?

-El agua está a tu espalda, tanta, que llenaría el valle de abajo si pudiera salir. Pero, ahora conocerás un lugar que muy pocos han podido conocer. Allí encontrarás un balde para traerla, pero, no lo olvides, confúndete con las cosas del campo o sé más rápido que sus ojos. Esto último creo que no lo puedes conseguir.- y dejando de mirarle, volvió sus ojos hacia la espalda de Alejandro y le habló a su amiga

-Bien, Bala, déjale pasar que es nuestro amigo y le necesito para salir de aquí. Cuando me saque, los tres nos iremos a lavar y nos conoceremos- soltando lentamente las manos del chico le dijo –No lo olvides, lentamente y sin miedo, vuélvete y conoce a Bala, pero no te muevas de donde estás. ¿De acuerdo? Por cierto, chaval. ¿Cómo te llamas?-

-Alejandro, aunque en casa me llaman Jandro.

-¿Ves Bala?, se llama Jandro. Mira Jandro, esa que está ahí saludándote es Bala- y le presionó para que se volviese. En ese mismo instante oyó el silbido de nuevo, pero esta vez es como si lo emitiera él mismo. Había oído tantas veces ese silbido que no necesitó verla para saber que, a sus pies y tan cerca que jamás pudiera creer que eso fuera posible, se encontraba en posición de defensa una víbora hembra. Tener esa certeza por su hocico respingón y su porte, si las enseñanzas de su padre eran correctas, no le servirían para nada si le mordía porque, aunque llevaba siempre con él la navaja, no tenía con qué hacerse el torniquete para parar la entrada del veneno. Admirado, tomó conciencia de lo que estaba pensando ante una situación extrema y prosiguió en la búsqueda de las enseñanzas recibidas, no sin antes decir con una voz que más se acercaba a un susurro al oído de un bebé durmiente.

-Hola, señora Bala. Me alegro conocerla, pero, no silbe tan fuerte que las rocas de ahí arriba se van a enfadar de nuevo- y recordó las palabras de su padre: “Recordad, hijos, nunca las dejéis sin salida, ni os mováis rápidos en ningún sentido, pero tampoco dejad de mirarlas a la cabeza porque dicen que, mientras la balancean, no lanzan el ataque” y el chaval, sorprendentemente, comenzó a moverse lentamente dando la espalda a la roca más alejada de la serpiente. Ella le siguió con la vista, pero no movió su cuerpo un milímetro. En esa situación oyó de nuevo la voz del hombre.

-Lo estás haciendo muy bien, chico, pero, mientras ella no mueva su cuerpo, no debes de confiarte. Avanza despacito que cuando distes lo que su cuerpo mide, ya no ataca- y dirigiéndose al animal –Bala, veo que empiezas a llevarte bien con.... –y titubeó unos instantes –eso, Jandro.- Pasado el peligro, el chico siguió andando lentamente cortada adelante, mirando pequeños agujeros, recodos, sombras o cualquier otra posibilidad de sorpresa. A unos veinte pasos comenzó a oír como el agua golpeaba contra las rocas y, olvidándose de la serpiente y los posibles peligros, se acercó lentamente al recodo que ante sus ojos formaban las rocas, bastante más separadas entre sí en esta zona de la cortada. Efectivamente, al girar junto a una enorme piedra que, en tiempos remotos debió caer desde la parte superior de la cortada, apareció ante sus ojos una de esas sorprendentes maravillas de la naturaleza que raras veces en la vida se pueden ver. Como a unos treinta metros de altura, se podía ver una enorme grieta y de ella, como la sangre mana de una herida, caía hasta sus pies aquel pequeño salto de agua; pequeño por el volumen de agua que manaba de la grieta, ya que la altura era bastante considerable. Toda la superficie de la roca en contacto con el agua se encontraba tapizada por líquenes y algas, ocres, amarillas, rojas y recubiertos por una película fina y transparente de agua cristalina que, como perlas de un collar roto, se deslizaban por el tapiz con que la naturaleza había decorado el lugar, hasta caer en una poza formada por varias rocas.

Junto a una de las rocas vio caído un cubo de madera, tan deteriorado y viejo como el hombre de la voz y, cogiéndolo lo sumergió en el agua. Al intentar sacarlo, el enorme peso del cubo lleno de agua hizo que se le escurriera de las manos. Lo cogió de nuevo, vaciándolo hasta la mitad y salió en dirección al fondo de la cortada.
A mitad del camino tuvo que dejar el cubo en el suelo para recuperar resuello. Miró hacia el hombre y buscó inconscientemente el lugar donde anteriormente estaba la víbora, pero no logró verla. El viejo le miró y sonriendo le dijo

-No te preocupes, hijo, ella sí te ve a ti. Pero ya sois amigos- y recostó su cabeza sobre la roca que tenía detrás. El chico se apresuró al verle. Había olvidado la gravedad que pudieran tener las heridas del hombre y, prosiguió su camino. No hubo rincón, hueco, grieta u oscuridad que sus ojos no escrutaran, pero la víbora había desaparecido y eso le tranquilizó.

-Voy a echarle agua sobre la pierna para limpiarla un poco....

-Espera, Jandro. Primero dame de beber que no la pruebo hace días.- Al acercarle el cubo, el viejo metió toda su cabeza dentro de él y comenzó a beber, produciendo unos sonidos tan grandes y desagradables que el chico pensó que se estaba ahogando. Cuando terminó de saciar su sed, sin devolverle el cubo al chico, lo derramó sobre todo su cuerpo y, vacío se lo devolvió. –Hijo, es que me picaban hasta los pensamientos. Trae un poco más que, con todo lo que llevo encima, creo que vas a tener que hacer varios viajes. Jandro tomó el cubo y volviéndose, fue a comenzar una pequeña carrera cuando le oyó de nuevo. –No lo hagas, zagal, en el monte nada ni nadie tiene prisa y los movimientos rápidos no nos gustan- como un poste del antiguo tendido telefónico, se quedó el chico al tomar conciencia de la barbaridad que iba a cometer, incluyendo cubo colgado de su mano en ridículo balanceo.

EL VIBORAS CAP. 2





LIBERACION

Despacio hasta la poza, de allí al hombre, una dos tres y hasta seis veces tuvo que realizar el viaje. En la última ocasión tuvo que dejar el cubo sobre el suelo hasta tres veces, las fuerzas empezaban a fallarle.

No quiero entrar en detalles de la operación de lavado, ni de las veces que el pobre Alejandro estuvo a punto de soltar la cena de la noche anterior. Al tremendamente desagradable olor se empezaba a acostumbrar, pero entre la serpiente escondida, la pena que el pobre viejo le daba y las ganas que tenía de salir de allí para siempre y quitarse la tensión nerviosa en la que se encontraba desde que decidió seguir en su aventura, fueron fuerzas suficientes para hacer el resto. Ahora, ya podía distinguir la pierna de la roca y las diferentes rocas que le tenían aprisionado. Se agachó y observó como una de las piedras estaba encajada desde arriba hacia abajo. Podría tener las dimensiones de un adoquín de los que se usan para construir las aceras de las calles. Por detrás se entallaba contra el paredón y por delante contra la pierna del viejo. Al intentar moverla, el viejo gruñó. –Hijo, ten cuidado eso podría llegar a partirme la pierna- pero Jandro pensó: “Si le ha dolido es porque con ese esfuerzo la he movido y si se mueve...” y le preguntó.

-¿Podría intentar tirar de su pierna hacia arriba cuando yo le diga?-

-¿Para arriba? Pero hijo, si mi pie es mas grande que mi pierna... Jandro, sin dejarle hablar repitió.

-¿Podría usted, señor?-

-Vaya, pronto empiezas a mandar, mocoso; pero, si lo haces será porque sabes lo que ocurre por ahí. Dime cuando tiro.- Jandro metió lentamente uno de sus brazos entre las dos rocas, para alcanzar el extremo de la que aprisionaba la pierna. No encontrándolo, acercó su cabeza al hueco y al mirar hacia el interior, la vio.

Lo primero fueron sus ojos, enormemente abiertos, con esa pupila vertical, alargada y tan negra como el olvido dentro del iris amarillento, a escasos centímetros de sus ojos que... ¡Como se puede olvidar una visión así, ni aunque pasen mil años! El hipnotismo que producen esas pupilas cuando se las mira de frente es algo que jamás se olvidará; pero, si debajo de ellas, se ven dos enormes colmillos, amenazadores, puntiagudos y feroces, entonces la visión se convierte en el fondo de pantalla del cajón de los recuerdos que todos llevamos dentro.

Fue tan impactante e imprevista la aparición que, no tuvo ni opción a sentir miedo, tal fue el grado de paralización que sufrió.

Le despertaron pequeños golpes sobre su muslo derecho y, de fondo, la voz del viejo que hablaba con alguien.

- Debe haber sido el esfuerzo que el pobre ha hecho. Vaya, parece que despiertas, zagal- prosiguió la voz mas animada y pararon los golpes en su muslo. –Zagal, comprendo que estés agotado, pero si no me sacas pronto de aquí, la noche se nos va a echar encima y no podrás volver a casa hasta mañana- se paró mientras observaba la reacción del chico. Este, conmocionado por el momento vivido, solo tuvo fuerzas para, sin moverse, comprobar con sus ojos que la víbora seguía en posición amenazadora, pero no la encontró. Poco a poco se rehizo y, tomando aire, intentó seguir con su trabajo. Esta vez notó como su mano llegaba al final de la piedra y pensó: “Creo que no es tan grande como pensaba y podré con ella” y, levantando la vista hacia el viejo le dijo

-Intente tirar ahora de su pierna hacia arriba- mientras él, con sus codos apoyados en los guijarros del fondo haciendo de palanca para forzar la elevación de la roca. La roca se movió, lo suficiente como para que el viejo moviera algo su pierna pero, también, para que se le escapara un bufido de dolor, que enmudeció al instante.

-Bien zagal, hemos conseguido cambiar el dolor de sitio, pero no ha estado mal. Lo intentamos de nuevo cuando me digas.

Cambió la posición de sus codos para hacer mejor palanca, clavó los tacones de sus sandalias en donde encontró un apoyo y, apretando con todas sus fuerzas le ordenó al viejo.

-¡Ahora!- Y, efectivamente, la roca se movió y observó como el pie salía de la trampa que le tenía aprisionado. Se quedó tendido sobre tan incómoda cama, recuperando aire y fuerzas, con los ojos cerrados, mientras notaba todo su cuerpo empapado por el sudor del esfuerzo, del miedo y del agua que aun seguía cayendo del cuerpo del viejo que, en pie y apoyado con sus dos manos en las paredes de la roca, se observaba la pierna.

Le miró y ¿sonrió? Bajo aquellas barbas y mugre, era bastante aventurado asegurar haber visto una sonrisa. Sentándose en el suelo, le levantó el pantalón de la pierna aprisionada para comprobar su estado. No parecía rota, aunque jamás había visto una pierna en tal estado. Algo de sangre había, pero ya formaba una costra dura sobre la que pudo ser una herida.

-¿Le duele? ¿Puede andar?- el viejo puso la mano sobre su hombro -¿ya empiezas a correr de nuevo? Ve despacio, zagal, si hoy no hubieses venido, yo estaría todavía ahí, vivo o ya muerto, que para el caso es lo mismo.

-No diga usted eso, que Dios le va a castigar- le recriminó Jandro, escandalizado por lo que había oído.

-Y ¿donde andaba tu Dios todo este tiempo que he estado ahí jodido?- No estaba Jandro acostumbrado al uso de esas palabras y aún menos, hablando de Dios. Por eso, olvidando todo lo pasado, incluso la víbora que, sin verla, sabía que andaba cerca, le contestó.

- Posiblemente ayudando a otros como usted. ¿Y quien cree que me envió aquí esta mañana?- luego le obligó a ponerse en movimiento en dirección al lugar donde había recogido el agua para limpiarle. El viejo guardó silencio unos instantes y, colocando con lentitud y cuidado su dolorido pie en el suelo, comenzó a andar, apoyado en el chico. Algo se fraguaba en una parte de su mente, mientras la otra parte la empleaba en equilibrar el cuerpo para evitar cargar todo su peso sobre la pierna dañada, pero, sin pronunciar una sola palabra, llegaron al borde de la poza donde desde las alturas, caía la perenne lluvia limpia y transparente que la alimentaba. Le ayudó a sentarse sobre el húmedo musgo y él, sin pensarlo se metió bajo el gran chorro de agua. Al golpearle, perdió el equilibrio y, resbalando por la alfombra multicolor, cayó en el centro de la poza. No dejó de mover brazos y piernas para contrarrestar el frío del agua, pero el terror, el calor y el esfuerzo vividos necesitaba expulsarlos definitivamente de su cuerpo. El viejo le contempló desde su asiento y, animado por Jandro, metió, primero los pies y poco a poco su cuerpo, hasta llegar a la cintura, límite máximo al que a un hombre de su cultura y vivencias le permitían llegar.

Jandro vio como el viejo, indicándole con el dedo, le decía que no se acercase al otro lado de la poza. No necesitaba hacerlo, por lo menos hoy; solo tenía una enorme necesidad de limpiarse, de purificarse, de sentirse otra vez nuevo.

Sintiendo cómo el frío le iba invadiendo su cuerpo, paralizándole los músculos, el chico se acercó nadando hasta el lugar donde el viejo, una vez terminado su exiguo baño, se había sentado sobre una roca.

-¿Ves zagal? Yo nunca supe mantenerme sobre el agua y veo con envidia como lo haces tú. Pero, de haber sabido, nunca hubiese aprendido otras cosas- no le dejó terminar Jandro, sorprendido de lo que oía.
-Si usted no sabe nadar, ¿cómo pudo llegar hasta este lado de la cortada? Y ¿Cómo sale de la cortada para poder alimentarse?

-Te lo contaré, pero no hoy. Supongo que en tu casa tus padres se estarán preguntando por donde andas- en ese instante Jandro tomó conciencia del tiempo que llevaba allí. Miró hacia arriba, intentando saber la hora que era por la posición del sol pero, el fondo de la cortada siempre estaba en eterna penumbra. –No lo podrás saber aquí abajo pero si sales ahora camino de vuelta, llegarás antes de que anochezca.- El chico comenzó a escalar las rocas por el mismo sitio por donde había llegado. Todos sus movimientos eran lentos y pensados porque, por más años que pasasen, el recuerdo de aquellos ojos amarillos y negros le acompañarían hasta el final de sus días. Antes de pasar al otro lado de la cortada, Jandro le preguntó

-¿Puedo decirles donde estuve? Alguna explicación le tengo que dar a mis padres, si es que me dan tiempo a hacerlo.
-Te agradecería que nada digas de este lado de la boca- se quedó un momento pensativo y decidió –dile a tu padre que yo le daré toda la explicación. Que me encontraste en la cortada; no tienes por qué explicar en qué lugar, solo en la boca del Diablo. Cuando cumplas el castigo que deben imponerte, vuelve y te contaré muchas cosas que te gustarán y que te mereces. Es la única forma que tengo para darte las gracias, pues nada tengo, solo conocimientos que te ayudarán en el futuro. Ahora, ya puedes correr, Bala está aquí abajo conmigo, pero ten cuidado, hay otras muchas Balas y piedras sueltas con las que tropezar.

EL VIBORAS CAP. 3


EL CASTIGO

Jandro pasó las dos piernas al otro lado por la estrecha grieta y bajando hasta el empedrado suelo, salió en dirección a la poza de entrada a la cortada de las Buitreras.

Se tiró al agua sin desnudarse, nadó rápido hasta la otra orilla y tan veloz como sus piernas pudieron, comenzó la interminable y fuerte subida hasta las vías del tren. Era un camino más largo pero, a esas horas y con la poca luz que el ocaso y las montañas dejaban pasar, prefirió la seguridad de las vías del tren, aun sabiendo que en aquellos túneles, aunque el tren silbaba antes de entrar en ellos, si coincidía con su paso por el túnel, tendría que lanzarse al suelo y tenderse totalmente, dejando que el tren pasase sobre él. Un poco más de tensión para un día especial tampoco le preocupó mucho.

Hubo suerte y llegó hasta las verjas de hierro que daban entrada a la enorme casa donde pasaban las vacaciones. Dos grandiosos y altísimos eucaliptos daban prestancia a la magnífica entrada. Todo el jardín estaba sembrado de césped con palmeras, pimientas, higueras y naranjos, en alcorques enormes y alomados, delimitados siempre por rocas redondeadas del río de color blanco. El resto, los paseos, estaban alfombrados de grava negra y gris que, como avisadores, anunciaban a los habitantes de la casa la llegada o salida de las personas. Los coches no podían pasar ya que las puertas de la verja eran pequeñas para ello. La casa quedaba oculta a la vista por los árboles que la rodeaban, hasta bien recorrido el paseo de acceso que, al doblar un enorme seto, dejaba asomar su enorme mole.

Toda la fachada estaba construida con piedras de color ocre. Tenía tres plantas, pero cada una superaba los cinco metros de altura; típica construcción del sur de España para que el aire caliente se elevara hacia los altos techos, haciendo que el ambiente al ras del suelo fuese más fresco. Las enormes ventanas, siempre de color verde, hacían un bonito conjunto con las tejas del tejado, también en color verde, colocadas al estilo moro y sobresaliendo el alero con un artesonado en madera que le daba un aire suizo, nacionalidad del arquitecto que la diseñó y construyó.

A medida que se fue acercando, el joven Jandro disminuyó el paso, intentando hacer el menor ruido posible. Acción inútil ya que, antes de llegar, su madre salió por la puerta principal de la casa. Lo esperó mirando muy seriamente como se acercaba. Al llegar hasta ella, la madre le preguntó

-¿Estas bien?- y se echó a un lado para que pasase.

-Si mamá. ¿Y papá?- entró en la casa, mirando en todas direcciones sin ver a su padre ni a ninguno de sus hermanos.

-Andan buscándote por el monte.- y sin decirle nada, se dirigió hacia la cocina; él la siguió. Le indicó la mesa para que se sentase y empezó a colocarle delante la cena.

–Cena mientras subo a tocar la campana de aviso- le dejó solo en la cocina y salió. Al instante oyó como sonaba con fuerza la campana. Al rebotar el sonido contra los montes que rodeaban el pequeño valle donde se encontraba situada la casa, el sonido se multiplicó y Jandro, que era la primera vez que oía tañir la campana de señal de peligro, no pudo evitar levantarse y salir al jardín para oírla mejor. Al dejar su madre de tocar, aun se mantuvo el eco rebotando por los montes un buen rato, momento en el que el chico volvió a la mesa y siguió cenando con verdadero apetito.

-Ahora, sube y date una ducha mientras llegan tu padre y hermanos. Ponte el pijama al terminar- sin una palabra más, la madre se alejó hacia el cuarto de estar. El chico subió la gran escalera de madera. No quería pensar, aunque su cabeza no hacía más que intentar poner en pié toda su aventura. Sabía que el castigo iba a ser duro, pero no era su gran preocupación, sino ver de qué forma explicaba a su padre que el viejo vendría a la casa a contarle la verdad. Por otra parte, la tristeza que veía reflejada en los ojos de su madre le hacían sentirse tan mal que, sin poderlo evitar y aprovechando que se encontraba en la ducha, dejó salir toda su carga emocional por los ojos. Estuvo llorando un buen rato, mientras se jabonaba el cuerpo, pensando en aquel difícil momento que vivió mientras lavaba al viejo. No entendía cómo había soportado aquello; se conocía bien y sabía lo especial que siempre había sido con esos temas. Se sonrió al recordar las veces que había saltado sobre su hermano pequeño, con el que dormía en la misma habitación, cuando por las noches, a la hora de dormir, se dedicaba a lanzar sonoros efluvios malolientes, compitiendo consigo mismo para intentar batir su propio record de asquerosa sonoridad.

Terminada la ducha, bajó al salón donde, ya sentados, se encontraban sus padres, hermanos y los dos matrimonios amigos de sus padres que se encontraban invitados aquella semana. Saludó y se sentó donde su padre le estaba indicando.

-Cuéntanos Jandro, pero hazlo despacio y con todo detalle- y así lo hizo el chico, tal y como ha quedado escrito con anterioridad. Nadie le interrumpió y el silencio de sus oyentes le serenó lo suficiente para poder explicar con todo detalle lo sucedido. Por supuesto que sus miedos y vergüenzas quedaron olvidados involuntariamente en algún rincón del subconsciente del chico. Terminada la exposición, el padre habló

-Por lo que cuentas, parece ser que has tenido la sorprendente oportunidad de encontrarte con “El Víboras”. ¿Te ha dicho él que vendría a darme las explicaciones necesarias para que yo supiese todo lo ocurrido?- le preguntó muy sorprendido y con algo de sorna.

-No, papá. Me dijo que él te explicaría, pero no recuerdo que dijese que iba a venir a hacerlo, ni cuando lo haría- viendo como su padre se quedaba pensativo, siguió- ¿El viejo es El Víboras? ¿Quien es El Víboras?

No le contestó. Al contrario, se levantó del sillón y paseando entre todos los asistentes, se alejó hacia su despacho. El tío Pedro y Pepe Luis, se levantaron y le siguieron. Al entrar el último en el despacho cerró la puerta tras él y fue cuando todos sus hermanos comenzaron a preguntarle; tantas preguntas al mismo tiempo le animaron algo más, sobre todo, viendo como la mayoría de ellas iban dirigidas a su relación con la víbora. Aquello le hizo importante ante los ojos de los asistentes, sobre todo de su hermano el mayor que ávido de saber como el que más, pero incrédulo por su primogénita posición, no creía la historia contada.

De pronto, su madre, callada y observando todo, le preguntó

-¿Te habrás enjabonado bien todo tu cuerpo en la ducha?- y empujando al resto de los hermanos con movimientos de sus manos, indicándoles que era hora de dormir, le ordenó. –Ve al baño y tráeme el peine de los piojos; tenemos que asegurarnos que no traes acompañantes a casa- y, sin opción a réplica, ni era el momento, ni su madre estaba con ánimos para ser contrariada, se levantó y, obedientemente, sufrió el vergonzoso trámite de ser inspeccionado ante los ojos de las amigas de su madre. Terminada la inspección con resultado altamente satisfactorio, se levantó para irse a la cama cuando se abrió la puerta del despacho del padre y apareció éste.

- Antes de irte a la cama, Alejandro. ¿Por qué te fuiste esta mañana sin decir nada, si hace dos días hicimos juntos esa excursión?

La respuesta fue rápida y sin pensar. Ya hacía mucho que había aprendido que mentir tiene dos graves y difíciles consecuencias. Una, recordar la mentira para siempre, pues en cualquier momento la vida, según enseñanzas de su padre, te pondría a prueba la memoria. La segunda, porque si alguna vez te descubrían, el castigo por mentir era mucho mayor, siempre, que el recibido por hacer algo mal.

-Porque quería pasar al otro lado de la poza de la Boca del Diablo, porque tú nunca nos dejas hacerlo.

- Bien, vete a la cama. Mañana, cuando os llame para ir a la excursión que tengo prevista, tú te quedarás en casa leyendo este libro- y le entregó uno de los que había en su biblioteca –quiero que cuando volvamos, me hagas un resumen escrito de lo leído mientras nosotros estamos de excursión. Aun no sé el castigo que te has merecido. Sobre ese tema, ya hablaremos despacio- Jandro inclinó la cabeza en señal de respeto y sumisión a su padre y, despidiéndose de todos los presentes, se alejó despacio hacia la escalera. Sus padres nunca podrían entender la enorme y alegre sonrisa que iluminaba la cara del chico, mientras, despacio de movimientos, pero nervioso por llegar cuanto antes arriba para ver a sus hermanos, se dirigía peldaño a peldaño hacia su habitación.

Hubo de todo en aquella larga reunión clandestina en el dormitorio de Jandro, aquella sonada noche de agosto. Hasta se cruzaron apuestas, tanto por adivinar el negro futuro de las restantes vacaciones del chico, como por saber si sería capaz de demostrar todas las “mentiras” que les había contado. Lo cierto es que, a la mañana siguiente, cuando el padre, utilizando el impecable sistema de despertador con vaso de agua sobre las cabezas ajenas, todos se levantaron enfadados por el madrugón inmerecido, después de la dureza de la jornada anterior.

Renegando todos de Jandro, en alguna ocasión con empujones incluidos, al cruce por los pasillos, se pusieron en marcha mientras el chico quedó solo en el despacho del padre y ante un libro, “Sobre la Verdad y la Realidad”, aunque no creo que recuerde ya el nombre de su autor. Pero le hizo pensar aquello, más la acción de su padre que el contenido del libro que, a duras penas, pudo comprender.

EL VIBORAS CAP. 4



LA REDENCION

Y volvieron de la excursión, tantas veces que Jandro terminó pensando que aquel castigo empezaba a ser demasiado largo cuando, un día, alrededor de las once, como casi siempre, volvieron todos de la excursión y, antes que el padre, algo más retrasado, llegase, su hermano mayor se le acercó y le dijo - Papá ha estado hablando con El Víboras, pero no sabemos nada más porque no nos ha querido decir nada- el chico se quedó pensativo y sentado, con otro libro de un tal Platón, del que aquella mañana había escrito en su cuaderno de resúmenes: “No hace más que hablar y preguntar, pero no le entiendo nada”, sobre sus manos, esperando la llegada de su padre. Lo hizo poco tiempo después, entró de inmediato en el despacho, le miró y sonriéndole por primera vez desde aquél triste día, le preguntó -¿Has hecho el resumen de hoy?- Jandro asintió con la cabeza pero él, sin darle tiempo a nada siguió –bien, voy a ducharme, mientras, ve con tus hermanos pero no te alejes que tu madre y yo tenemos que hablar contigo- salió y cerró la puerta tras sí. No le dio Jandro mucha ventaja a su padre pues, nada más cerrar la puerta, salió disparado hacia la otra que conectaba con el recibidor y, antes que su padre llegase a la escalera, él ya se encontraba en el jardín, haciendo sonar la grava bajo sus alpargatas, en busca de sus hermanos. El jardín estaba construido en dos alturas e interconectados por unas enormes escalinatas. A ambos lados de la misma habían construido unos pretiles de fábrica y sobre ellos, a forma de remate, habían colocado una hilada de piedra de granito pulida. Por supuesto, difícilmente se podría ver bajar las escalinatas a alguno de los hermanos o amigos que casi siempre tenían invitados pasando con ellos algunos días. Todos se deslizaban a modo de tobogán por encima de las barandillas y, al llegar a la parte baja del jardín, saltaban hasta dar con las manos en una especie de jardines colgantes que mantenían esa parte ajardinada siempre en sombra. Bajo dichos jardines colgantes se dibujaban caminos separados entre sí por altos setos, a modo de laberinto y, justo en el centro del gran cuadrado que ocupaba todo el jardín, se encontraba un enorme y frondoso árbol, cuyas ramas, altas y alargadas, se extendían como un verde paraguas sobre el jardín colgante. Para subir al gigantesco árbol, primero era necesario acceder al jardín colgante y, posteriormente, por una de las esquinas que coincidía con el lugar por donde una de las alargadas y horizontales ramas del árbol pasaba. Claro es que, también para subir al jardín colgante, era necesario conocer exactamente donde se encontraba la oculta escalera de metal que el jardinero tenía siempre puesta para podar y limpiar de maleza la tupida y verde sombrilla. Lugar de encantamiento y con encanto que, los hermanos y amigos, usaban para esconderse de los mayores y relatar cuentos, aventuras y desventuras de gentes de la sierra y otros maléficos y tétricos lugares. Cuando Jandro llegó al lugar donde estaban, ya sabían que llegaba, ya que, no solo era un lugar “esotérico” y “privado”, sino que si los padres les hubiesen encontrado a esas alturas sentados como bien podían entre ramas y tablas puestas a modo de suelo y fijadas a las ramas y tronco del árbol como Dios les dio a entender, posiblemente el castigo y la “expulsión del paraíso” hubiese sido sonada en toda la provincia. Todos tenían su lugar exclusivo aunque el suyo se lo había cedido a su amigo Luis mientras duraba su castigo, por lo que, al llegar, tuvo que quedarse con la espalda pegada al enorme tronco y en pié. Sin esperar a que se acomodara, las preguntas le cayeron como el agua por la cascada de la cortada. No pudo evitar un gesto de importancia ante tan enardecido público, ávido de sus noticias. -¿Te han dicho quien es El Víboras? -¿Qué te ha contado papá? - ¿Qué le dijo a papá? -¿Vas a volver a ver al Víboras? Y tantas otras que Jandro no pudo por menos que mirarlos a todos y pedir que alguno le dejase sentarse en su sitio. Todos sus movimientos los hacía lentamente, quizás recordando las palabras del viejo o imitando a los protagonistas de las películas del oeste; en aquellos tiempos no había otras y si las hubo, Jandro nunca tuvo noticias de ello. Finalmente, una vez acomodado y habiendo guardado el consabido silencio, absolutamente necesario para que las preguntas parasen y el “público” prestase la “obligada” atención, comenzó a contestar. -Aun no he hablado con papá, pero me ha dicho que no me aleje, que me van a llamar enseguida. Yo no sé que le habrá contado El Víboras, pero si le ha dicho lo que pasó, supongo que podré volver a verle. Yo quiero ir otra vez porque me dijo que me iba a enseñar muchas cosas que nunca había visto nadie. El pequeño Enzo, que siempre se encontraba en la parte más baja de las ramas por orden directa del capitán, el hermano mayor, le tiró del pantalón preguntándole. - ¿Jandro, tenía víboras el señor?- Jandro se le quedó mirando mientras pensaba cómo le iba a contestar sin que nada del miedo vivido se trasluciese a través de sus palabras. “¡Qué bueno es tener un hermano pequeño para que te haga las preguntas que estás deseando que te hagan y, al contestarlas, tu público te tome en brazos y te eleve hasta la cúspide del Olimpo de los elegidos dioses!” y, Jandro, aunque aun joven, no desperdició la ocasión. -¿Víboras? Tantas que nos rodeaban por todos lados. Se ponían en pié, sobre sus colas y sacaban esos colmillos enormes amenazándote para que no te puedas mover. Pero yo no sentí miedo en ningún momento porque como sabéis que las víboras, mientras mueven la cabeza no atacan, pues me dediqué a curar al señor- su hermano el mayor saltó como un gato sobre él en ese instante, dándole tal susto que estuvo a punto de caer al jardín colgante desde la rama donde se encontraba sentado. -¿Moviendo la cabeza? ¡Claro, ahora bailan la danza del festín antes de pegar el mordisco! ¿Ya te estás inventando otra trola? No le hagáis caso; este no ha visto una víbora ni de lejos- y salió saltando por las ramas hacia el suelo. Los otros le siguieron mirando en espera de una respuesta. -Sí, mueven la cabeza, de un lado al otro, muy lentamente porque, en el campo, todo se mueve lentamente, excepto cuando se lanzan al ataque. Me lo dijo el señor, que sabe todo lo que pasa en el monte; pero yo no le dije nada a papá porque sé que papá lo sabe eso. También es verdad que cuando estaba sacándole la pierna de la roca, me encontré con la víbora a menos de una cuarta de mi cara. Tenía los ojos amarillos y lo negro de dentro del ojo, no es redondo como los nuestros, sino alargado de arriba a abajo. -¿Y no te picó? ¿A mi tampoco me van a picar?- le preguntó la inocente mirada de su hermano. -No me picó pero yo creo que no lo hizo porque estaba ayudando a su amigo- en ese momento sonó de nuevo la voz del hermano mayor que desde abajo le reclamaba. -Papá dice que vayas corriendo y deja ya de enrollarte con todos- la gloriosa subida al Olimpo de los dioses se vino abajo de un zarpazo. Cerrando los ojos un momento, comenzó a descender del árbol. Pero no le importó, sabía que si las cosas eran como tenían que ser, recobraría el momento glorioso y, poniendo los pies en el suelo, salió corriendo hacia la casa. Entró en el despacho como queriendo batir algún imaginado record de velocidad y, parándose delante de sus padres, esperó que hablaran. -Siéntate hijo, lo que tenemos que hablar contigo es largo, pero, cierra primero la puerta; tus hermanos se enterarán de todo en el momento oportuno- mientras Jandro volvía sobre sus pasos para cerrar y sentarse, sus padres le miraban sonriendo. De nuevo, su padre tomó la palabra -Bien Jandro, durante este tiempo que ha pasado desde que te fuiste sin autorización a las Buitreras, tu madre y yo hemos hablado bastantes veces del tema. Posteriormente, tu amigo El Víboras se puso en contacto conmigo y me contó su versión de los hechos. La conclusión de todo ello es la siguiente. Por una parte, tú realizaste una acción que en ningún caso tus padres te hubiesen autorizado, irte solo hasta las Buitreras y estar casi todo el día fuera del control y conocimiento nuestro. Por ello recibiste un castigo que creemos ha sido justo y justificado. Ya lo has cumplido- se quedó en silencio unos instantes, como esperando alguna reacción de su hijo, pero este no hizo amago alguno de hablar o moverse. En aquellos tiempos, por mucho amor, amistad, confianza o mala educación que hubiese, tanto por parte de los hijos hacia los padres o de estos hacia sus hijos, lo que sí imperaba en casi todos los hogares era el respeto que los hijos tenían y demostraban hacia sus padres. Ese respeto era el que, mientras su padre estuviese hablando, jamás Jandro le interrumpiría. Y así siguió siendo. El padre siguió - Por otra parte, hijo, tanto tu madre como yo, actuamos de una forma que en ningún caso tu te has merecido y, hemos necesitado que El Víboras nos confirmase tu versión para darnos cuenta del error que hemos cometido contigo. Nunca nos has mentido y en este caso tampoco lo hiciste pero, nosotros, no te hemos creído. Por ello, tanto tu madre como yo, te pedimos perdón por nuestra falta de confianza en ti, pero te prometemos que jamás volverá a ocurrir. Esperamos que tú nos perdones- y se quedó en silencio mirándole. ¡Cómo explicar con palabras la sensación de perplejidad, los sentimientos de admiración y profundo respeto que de pronto inundaron el alma del pobre chico al ver a sus queridísimos padres, el dios de la razón y la justicia, la diosa del amor y la paciencia, pidiéndole perdón por algo que Jandro ni llegaba a entender. ¡El nudo que se le formó en la garganta fue tan determinante que las lágrimas afloraron a sus ojos y no pudo reaccionar! Su madre, viéndolo totalmente desarmado, se levantó de su sillón y cogiéndolo por los hombros lo atrajo hacia sí, dándole un fuerte abrazo y diciéndole -Gracias hijo por ser como eres. Pero siéntate, tu padre quiere contarte algo sobre tu amigo El Víboras que creemos te va a interesar- Le separó de sí y al mismo tiempo que le sentaba, le dio un pañuelo para que se secara las lágrimas que él se intentaba quitar con los puños. - ¿Estás bien?- Jandro asintió con la cabeza mirando a su padre- en ese caso te contaré una pequeña historia que ocurrió en Ronda hace bastantes años- se acomodó en su sillón observando cómo el brillo de los ojos de su hijo se normalizaba. -En el año 1.917 o 18, en un cortijo cercano a Ronda se cometió un crimen. Parece ser que el motivo fue que el hijo del dueño del cortijo se enamoró de una chica muy guapa pero que ya estaba casada con otro hombre que trabajaba de aparcero en el cortijo. Bueno, por cuestiones que tú aún no entenderías, el aparcero mató al hijo del cortijero y salió huyendo hacia la sierra. Lo buscaron muchos años, tanto las fuerzas locales como la Guardia Civil, pero nunca nadie supo más de ese hombre. Hace diez o doce años, empezó a correr por estas sierras la noticia de que había un montaraz que convivía con víboras y cuidaba un pequeño rebaño de cabras que encontraba desperdigadas por los montes. -Cuando me contaste tu historia y me hablaste de la víbora, enseguida supe que era él, pero hasta que esta mañana él mismo me lo ha confesado, no he sabido que El Víboras es el mismo hombre que mató al cortijero hace ya cuarenta años- en ese momento llamaron a la puerta del despacho. La madre se levantó para abrir y salir de la habitación. El padre esperó a ver por qué les interrumpían y, viendo como su mujer le hacía una seña desde la puerta, se levantó y salió también. Al poco tiempo, su madre volvió a entrar en el despacho. -Jandro, te puedes ir a jugar con tus hermanos hasta que tu padre te llame de nuevo; ha venido la Guardia Civil, por el tema del Víboras, pero creo que tu padre lo podrá arreglar, no te preocupes. Jandro se quedó algo sorprendido y le preguntó -¿Por qué papá ha llamado a la Guardia Civil? ¿Los ha avisado por lo del Víboras? -No hijo, no. Los llamó para que nos ayudaran a buscarte; luego para avisarles que ya habías vuelto a casa y, lógicamente, quisieron saber qué había pasado. Ahora supongo que tu padre les estará contestando a sus preguntas. Es una obligación que todos tenemos con ellos; son los que intentan mantener en orden todos estos montes- y empujándole cariñosamente –anda, ve con tus hermanos que luego te seguirá contando la historia. Falta lo mejor- y dándole un beso lo envió hacia la puerta que daba al cuarto de estar, para que saliese por la cocina en vez de la entrada principal, donde se encontraban hablando su padre con la Guardia Civil. No volvió a hablar con sus padres hasta la noche. Coincidieron las visitas de otras personas y unos amigos que llegaron para pasar el fin de semana con ellos. Así pues, con el paso de las horas, Jandro estuvo haciendo conjeturas de todos los colores, sobre todo por la posibilidad de que la Guardia Civil fuese a buscar a su amigo y ya no le pudiese enseñar sus secretos. Aunque si no lo habían encontrado en tantos años, él no estaba dispuesto a revelar cómo había dado con él y donde se encontraba su escondite. Justo cuando su madre les llamaba para cenar, también su padre se acercó al salón donde cada noche se reunían los hermanos y amigos para contar aquellas historias de miedos y asesinos que a los más pequeños encantaban pero que, a la hora de ir a dormir, les ataban a los pantalones de sus hermanos mayores y no se les podía dejar solos en sus dormitorios hasta que el sueño le ganaba la partida a todos los miedos y monstruos del mundo. Cuando se acercó al comedor para cenar, su madre le dio una bandeja con su cena y le indicó la puerta del despacho. -Ve a cenar al despacho, mientras tu padre termina de contarte todo y no olvides que mientras que él no te autorice, nada puedes decir a tus hermanos. Puede que no lo entiendas pero papá te lo explicará. Anda, ve que te está esperando- y allí fue, seguro de que aquella noche sabría toda la verdad de su amigo El Víboras. Entró y se sorprendió al ver que el amigo de su padre, al que todos llamaban tío Lorenzo, estaba sentado con él charlando de cosas de mayores, pero él, obediente, se acercó a su padre y se le quedó mirando. -Bueno hijo, ¿seguimos con la historia de El Víboras? Siéntate y cena mientras te cuento y no te preocupes, el tío Lorenzo ya lo sabe todo- aquello último no le gustó mucho; nada tenía contra su tío pero que supiese antes que él toda la historia no le pareció bien. -Este hombre, Manuel o Manolo el Largo, como le apodaban en el cortijo, una vez que mató al hijo del cortijero, huyó por las sierras que tan perfectamente conocía, ya que uno de sus trabajos consistía en buscar y recuperar cabezas de ganado perdidas, ya que el aparcero de una de las vegas del cortijo, era su padre. Así fue como desapareció de la vista de todos. Nada me ha contado sobre su vida a partir de esos momentos, solo conozco lo que la Guardia Civil me ha referido con respecto a El Víboras, pues ya hace casi diez años que muchos le han visto por los montes recogiendo plantas y animales perdidos y luego los lleva a pastar por zonas de muy difícil acceso- se quedó un momento en silencio, pensando -Pero dime, hijo. Hay algo que no me cuadra en todo este tema. Cierto es, y ya te lo he dicho, que la historia que me has contado es exactamente igual que la referida por él, pero... ¿Donde le encontraste?- Alejandro, que en ese momento estaba masticando parte de su comida, se atragantó y tosiendo tuvo que dejar la bandeja en la mesa y ponerse en pie para no ahogarse. Durante esos instantes, le dio vueltas en su cabeza a la contestación que tenía que darle a su padre sin mentir pero, como le había prometido al Víboras, sin poder decir la verdad. Unos golpecitos en la espalda y un buen trago de agua le quitaron la tos y le dieron el tiempo necesario para saber qué iba a contestar. -Cuando crucé la poza nadando hasta la orilla del la cortada, seguí andando hacia adentro unos metros y fue allí dentro donde le oí quejarse. -Todo perfecto excepto un pequeño detalle. Un hombre del campo, con su edad, difícilmente puede cruzar a nado la poza y sus víboras aun menos porque temen el agua. ¿Cómo pudo entrar en la cortada? ¿Llegaste a ver el final de la cortada por el otro extremo, hijo? - Al final vi una enorme cascada y otra poza, pero más pequeña que terminaba en unas grandes rocas, pero el señor no me dejó que me acercase al borde. - En ese caso, por el otro lado de la cortada, por donde está el puente de los franceses debe estar la entrada. Bien, como es posible que te autorice a verle de nuevo, lógicamente acompañado de tu hermano el mayor o por mí mismo, ya le preguntaremos por donde accede a la cortada; me gustaría conocer el paraje. Y creo que has sido muy valiente al ser capaz de sacarle del apuro en el que se encontraba. Me hizo prometerle que te autorizaría a verle de nuevo pues se encuentra en deuda contigo, según él le salvaste la vida, y quiere devolverte parte del favor- Se puso a comentar algo con el tío Lorenzo, momentos que Jandro aprovechó para pensar todo lo que le habían contado y cuando se atrevería a pedirle a su padre que le dejase volver con El Víboras. Pero, en ese momento le vino a la mente el recuerdo de la visita de la Guardia Civil y, olvidando las buenas costumbres, interrumpió la charla de su padre. -Papá...- el padre le miró algo sorprendido, pero sonriente. -Dime hijo. -¿La Guardia Civil va a ir a buscarlo por lo del cortijo?- el padre le miró con cariño y poniéndole la mano sobre su cabeza, le dijo -Anda, vete a terminar de cenar al comedor y, no te preocupes por tu amigo, nadie va a ir a buscarle- -Pero, si mató a un hombre, eso es un pecado. Jajá jajá, las risas del padre y del tío sonaron en toda la habitación, sorprendiendo al chico que, con los ojos muy abiertos les miraba atónito sin entender donde estaba la gracia. -Hijo, un pecado es una falta cometida contra las leyes de Dios y solo Dios puede castigarle por ello. Lo que él hizo fue también un delito contra las leyes de los hombres y aunque hubo durante muchos años una orden del gobierno de caza y captura contra él y, posiblemente aun esté vigente, nadie tiene ni intención de arrestarle ni motivos para hacerlo, porque solo nosotros sabemos quien es realmente; así que quédate tranquilo que por ese lado no peligra la libertad de tu amigo. Y, ahora, déjanos solos que tenemos que hablar. Volvieron las excursiones con su padre y hermanos; volvieron las horas de estudio preparando el siguiente curso, como acostumbraba a sentenciar el dios del conocimiento, el padre, tanto si se había aprobado todo como si hubiese quedado alguna asignatura para setiembre. La verdad es que en aquella casa no es que todos fueran superdotados, no, es que, suspender una asignatura en junio, podía ser como la excomunión de la Santa Madre Iglesia. Nunca recordaba Jandro un suspenso, ni suyo ni de algún hermano. El programa durante aquellos maravillosos tres meses de vacaciones en aquella perdida pero paradisíaca casona, cerca de la estación de Gaucín, también llamada El Colmenar, junto al río Guadiaro y muy cerca de su nacimiento en las Buitreras, era algo singular, pero realmente denso en contenido y, por tanto, entretenido. Todos los días sonaba diana, con lluvia artificial, a las siete aproximadamente; solo se podía tomar leche con colacao, para evitar pesadez de estómago durante las largas caminatas por los montes y valles de alrededor. Excursión diaria hasta las diez u once, dependiendo del programa que el padre hacía. La más larga de ellas era la que les llevaba a la Boca del Diablo, en la entrada a la garganta o cortada de las Buitreras. También iban al pantano donde se encontraba la central eléctrica de la Sevillana, a la cumbre del monte Hacho, desde la que los días claros se podía ver África y otros muchos lugares de cierto interés paisajístico o cultural, como el bosque de pinsapos, único en Europa. A la vuelta de la excursión, cansados, sucios y sudados, todos los chicos, en bañador, se lanzaban a una poza que el sinuoso río hacía en una preciosa curva al tropezar en su recorrido con una cortada de roca granítica pura; en el lado contrario a la curva, se había formado una pequeña playa de grava y una especie de piscina con gran profundidad pero de aguas tan claras que el fondo se podía ver perfectamente desde las altas rocas desde donde se lanzaban los atrevidos chavales. Una hora de baño máximo, por orden gubernamental, ya que no estaba considerado como una diversión sino como un acto de limpieza y relajación de músculos. A la vuelta a casa, les esperaba un desayuno de esos que nada más verlo, la boca se deshacía en largos hilos de baba y el estómago comenzaba a rugir de tal forma que, en ocasiones, se formaban verdaderos conciertos matinales. La enorme mesa del comedor en la que en alguna ocasión llegaron a sentarse hasta treinta personas, los siete hermanos y los cuatro o cinco amigos que siempre había invitados por los padres, se acomodaban en una esquina en la que ya estaban esperándoles sendas tazas de colacao y en el centro de la mesa, el gran festín. Dos o tres enormes fuentes de pan frito, cortado en tiras para mojar en el colacao; dos o tres enormes fuentes de huevos fritos, con chorizo o morcilla de Ronda que olían como los mismos ángeles. Jamás la madre pudo entender cómo tal cantidad de comida podía desaparecer en tan poco tiempo. No sé si la madre tenía mano para la cocina o el hambre con el que aquellos tragones llegaban después de la excursión era descomunal, lo cierto es que, el momento del desayuno, era esperado y conocido, entre todos los que alguna vez tuvieron la suerte de vivir en aquel maravilloso lugar de vacaciones, como el momento de la gloria. Pero, no todo era diversión, después del bendito desayuno, comenzaban las horas lectivas, tanto para hijos como para invitados. Una por las mañanas y dos por las tardes; nadie se llevaba a engaño pues, tanto hijos como invitados, tenían conocimiento de dichas “costumbres”. Por supuesto que no todo era tan malo; después de la consabida hora de estudios, el fantástico baño en el río. A diferencia del “aseo” de las once, este no tenía limitación de tiempo; el problema consistía en que el agua estaba tan fría que, a las dos horas todos tiritaban bajo las toallas buscando un lugar al sol. El juego diario estaba relacionado con el aprender a nadar y bucear mejor que los demás. Cada chico disponía de una pequeña bandera triangular de color, atada a un alambre. Se lanzaban al agua y las escondían entre los recovecos de las rocas y piedras que formaban el vaso de la enorme piscina natural o entre las altas y verdes hierbas que crecían en el fondo del río. Quien “cazaba”, encontraba, una bandera de otro, le retaba a un largo nadado en la piscina natural, con la diferencia que el cazado salía nadando desde un extremo de la “piscina” mientras que el cazador se lanzaba desde lo alto de una roca. Se ganaban puntos que, al final de la semana, se sumaban para que el ganador fuese galardonado por los demás con el consabido paseo a hombros por el jardín, alrededor de la casona y presentado a los mayores como el campeón. Algún regalo siempre caía por parte de los padres, tíos o amigos de ellos. Jandro, buen buceador y mejor nadador, consiguió ganar aquella semana y, cuando era presentado, a hombro de sus esclavos, a los mayores, su padre le sorprendió con un regalo. -Como ganador de esta semana, te autorizo a que vayas mañana a visitar a tu amigo; por supuesto que acompañado de tu hermano- levantando sus manos al cielo, con los dedos corazón e índice extendidos, Jandro se consideró el chico más feliz del mundo y, ordenando imperiosamente a sus esclavos que le llevasen hasta la escalinata de entrada a la casona, salió corriendo escaleras arriba hasta su dormitorio donde, lanzándose de cabeza sobre su cama, se tendió boca arriba. Dejó fluir libremente su imaginación hasta que le despertó un chorro de agua sobre su cara. -Te estamos esperando para comer- le dijo su padre mientras salía del dormitorio. Saltó de la cama y se reunió con el resto de los comensales.

EL VIBORAS CAP. 5







EL REENCUENTRO

Y como todo en la vida, llegó la mañana. No hubo despertador, ni agua fría, ni aviso paternal. Jandro saltó de su cama nada más marcar el reloj las siete en punto. Cuando su padre entró para despertarles, él ya estaba vestido y, como los atletas de cien metros en la línea de salida, en posición de “ya”, esperando que el perezoso y lento hermano mayor, estuviese preparado para salir de excursión hacia el encuentro con la aventura más grandiosa jamás esperada.

Fue larga y rápida la caminata hasta el segundo túnel del tren. Jandro volaba y su hermano le seguía sin decir nada; ni lo haría nunca, aun sabiendo en su interior que deseaba llegar a la cortada tanto como su pequeño hermano. Conocer a un ser tan extraño y sobre el que caían ríos de imaginarias aventuras era algo que cualquier chico, aunque él ya rozaba los veinte años, necesitaba descubrir y conocer. Por otra parte, la posibilidad de ver cómo las víboras le respetaban y hacían lo que les ordenaba, era un espectáculo que no se perdería por nada del mundo, aunque el miedo le paralizase hasta la respiración.

Desde las vías del tren bajaron por estrechos y empinados senderos de cabras hasta casi el nivel del río. El sendero se bifurcaba y tenían que coger el de la derecha. Fue en ese momento cuando oyeron el silbido. No era de una serpiente, pero el frío que les recorrió el cuerpo a ambos fue como si lo fuere. Paralizados por el miedo, se quedaron esperando un ataque, una señal divina, algo que les indicase qué pasaba. Nada ocurrió y Tonio, cogiendo a Jandro por el brazo le dijo valientemente.

-Creo que debes pasar tú delante porque él te conoce y te espera a ti- y le empujó lo suficientemente fuerte como para que Jandro ni dudase un momento que aquello no era una elección sino una orden. No le preocupó, o ni tan siquiera tuvo tiempo de preocuparle, porque comenzó a andar despacio y volviéndose hacia su hermano le dijo

-Recuerda que el señor me dijo que en los montes todos deben moverse muy despacio para que los demás no piensen que les atacas y puedan defenderse- aliviado al ver que su hermano no decía nada, Jandro siguió andando hasta donde comenzaban los grandes matorrales de adelfas, siempre floreadas en blanco y rosa, que marcaban las subidas de nivel del río en épocas de lluvias.

De nuevo sonó el silbido, pero esta vez mucho más cercano y frente a ellos. Al mirar en aquella dirección, Jandro le vio. Estaba de pié, apoyado en un gran bastón y con algunas cabras a su alrededor. Su inconfundible figura la hizo recordar momentos vividos en la cortada y levantó la mano para saludarle. El viejo, en vez de devolverle el saludo, con el bastón le indicó en qué dirección debía seguir para llegar hasta él, mientras que con la mano libre le indicaba que fuese despacio. Así lo hicieron y después de bajar hasta el río, cruzarlo por entre las grandes rocas y subir una empinada senda, llegaron hasta él.

-Veo, joven Jandro que por fin tu papá te ha dejado volver- y mirando a Tonio le saludó con un gesto con la mano- tu hermano mayor, por lo que veo. Bien, tu papá es hombre prudente y eso me agrada; también es hombre de palabra y ya es difícil encontrarlos- al ver como los dos chicos no hacían mas que mirar hacia el suelo, como buscando un objeto perdido, se sonrió –no busques a Bala, amigo, ella saldrá cuando lo considere; no siempre me acompaña, es hembra y necesita alimentar su nueva camada, pero no te preocupes, si no aparece para saludarte, la llamaré mas tarde- poniéndose en camino en dirección hacia la cima del collado donde se encontraba, le dijo – seguidme, os voy a llevar a donde pacen las cabras y allí, sentados a la sombra de una higuera y comiendo sus frutos, ahora están muy dulces y por la mañana temprano es cuando deben ser arrancados, os van a gustar, os contaré algunas cosas- y siguió andando apoyado en su bastón.

Jandro le observó cojear y le preguntó

-¿Aun le duele la pierna? ¿Se le curó la herida?- no le contestó mas que con un inexpresivo gesto con su mano izquierda, y siguió hablando- oye el campo zagal, siempre está hablando y diciéndonos cosas que nos interesan. Te hablan las plantas, los animales, el color y, algunas veces hasta las rocas te avisan de cosas que van a pasar. ¿Recuerdas en la cortada, cuando hablas fuerte como las rocas te dicen que bajes la voz?- Jandro recordó inmediatamente el pasaje y, asintiendo con la cabeza, puso toda su atención en oír y ver todo lo que sucedía a su alrededor.

Así anduvieron cierto tiempo hasta ver a lo lejos unas enormes higueras, junto a las que se encontraban paciendo cabras. El lugar ya lo conocían los hermanos pues había sido marcado por el padre como destino de alguna de las excursiones hechas, aquel u otros años anteriores. Tonio se adelantó al ver las higueras cargadas de frutos, dejándole hacer El Víboras sin decir nada, pero Jandro, enormemente respetuoso con sus mayores, se mantuvo al lento paso del viejo y detrás de él. Cuando llegaron, Tonio ya andaba por las ramas cogiendo frutos. Al oírlos llegar y, acostumbrado como estaba a gastar bromas a sus hermanos menores, le lanzó un higo a la cabeza que, golpeándole en la misma, le lleno todo el pelo de color rojizo.

-Chico, lo que acabas de hacer es quitarle el alimento a algunos pájaros y abejas y, en el monte todo está muy escaso para desperdiciarlo así- le miró, colocando sus brazos en jarra- puedes seguir haciéndolo porque yo no soy el dueño del árbol, ni de nada, pero cuando necesites algo del monte, es posible que el monte te lo niegue- y sentándose al pié de una de las higueras le dijo a Jandro- come algunos higos y ven a sentarte a mi lado que te contaré algunas cosas- dejó que el chico subiese a las ramas bajas y le aconsejó –pero no comas muchos, son dulces y te darán sed; recuerda que has estado subiendo por lo tanto, difícilmente encontrarás agua por aquí, a no ser que la lleves encima- y se acomodó tranquilamente, mirando a lo lejos.

Aquel día comenzó Jandro a entender el campo. Supo diferenciar las plantas que le podían quitar sed y hambre, las raíces que alimentaban a los animales y, por tanto a los hombres que los cuidaban. También aprendió a conocer plantas medicinales y venenosas, insectos peligrosos, aves y tantas enseñanzas que su cabeza se encontraba al límite de su capacidad cuando el viejo, callando unos instantes, se levantó despacio y les dijo

-Por hoy ya es suficiente; esta tarde no creo que os acordéis de nada pero, si intentáis vivir de lo que aprendéis, las cosas las recordareis mejor. Ahora seguidme que os voy a enseñar un lugar muy especial- antes de comenzar a andar, miró hacia el cielo y, tomando al chico por el hombro lo acercó a él y le indicó -¿ves algo en el cielo?- Jandro y Tonio miraron detenidamente y al ver volar sobre ellos un pájaro, asintió con la cabeza.

-Bien, zagales, cada vez que veáis en el cielo un pájaro que se deja llevar por el aire a esas alturas, sabed que es un buitre, que le da nombre a la cortada donde vivo; pero, si su vuelo es como el que estáis viendo es que está avisando a sus compañeros que ha encontrado alimento para todos. Si su vuelo es en círculos, solo está buscando alimento y si lo hace dando quiebros, es que está marcando sus dominios- le miró a los ojos y le dijo- así te hablan las cosas, si te colocas debajo de donde se encuentra ahora, verás algún animal muerto o a punto de morir- y sin esperar preguntas, se puso en camino hacia un altísimo farallón roquizo que se encontraba en dirección contraria al sol.

Al llegar a la base del farallón, el viejo se paró y les preguntó

-Mirad atentamente esta pared. ¿Veis algo en ella que os llame la atención?- y, conocedor de la imposibilidad de que ojos inexpertos pudieran ver nada anormal, les indicó con el bastón- allí, bajo aquella mancha rojiza. ¿Veis el matorral de espinos que cuelga de la pared?- Miraron con la ansiedad de descubrir algo maravilloso, pero solo vieron un matorral enorme que había crecido en alguna grieta de la pared y ahora, colgaba mecido a la suave brisa de la mañana en la sierra. Al volverse hacia el viejo para preguntar qué tenía aquello de especial, se quedaron atónitos al ver que El Víboras había desaparecido. Los dos hermanos miraron a su alrededor y luego, lentamente se pusieron a mover todos los matorrales que al pie del farallón habían crecido. No había ninguna oquedad donde esconderse; el sol daba de pleno y la visibilidad era total, por lo que ningún posible escondite podría quedar oculto a sus miradas.

Los hermanos se miraron desconcertados y, sin ponerse de acuerdo, se separaron instintivamente del pié del farallón, quizás con la intención de ampliar el campo de sus visiones.

Nada encontraron que pudiera ocultar al Víboras y empezaban a impacientarse cuando le oyeron como un eco saliendo del fondo del farallón

-Pero, ¿me seguís, u os vais a quedar para siempre mirando los espinos que cuelgan allá arriba?- La voz no hizo más que incrementar el grado de sorpresa que les invadía. Finalmente, Tonio, le llamó

-¿Por donde se ha ido? No vemos donde está- gritó algo enfadado al comprender el juego del viejo

-Schist, jovencito, recuerda que las rocas se enfadan mucho cuando los hombres gritamos y, en vez de gritar tanto, usa tus ojos para ver; estoy frente a vosotros- quedó un momento en silencio y continuó al ver la inmovilidad de los dos chicos –qué ciegos son los ojos que no quieren ver. Mirad al frente- así lo hicieron los dos y, cuando sus ojos escudriñaban cada milímetro de la roca que en esa zona formaba la base del farallón, vieron como, saliendo de la misma, se movía el bastón del viejo a la altura de sus ojos; luego, fue bajando hasta llegar al suelo y en ese momento El Víboras apareció ante ellos como un mago hace aparecer un conejo de una chistera. Les miró sonriendo y dijo

-¿Pero tan ciegos estáis que no veis la grieta por donde he entrado?- los dos hermanos se acercaron hasta el viejo, algo a la izquierda de donde se encontraban y al llegar a la roca, vieron como esta, en un pequeño resalte del conjunto de la pared, se separaba como unos cincuenta centímetros y no más de dos metros de altura, cerrándose arriba. Al comprender Tonio que la grieta era invisible mirando desde el frente de la pared, se alejó más hacia la derecha para ver la grieta desde el lado y de lejos pero, al hacerlo, los altos matorrales que crecían al pie de la pared la ocultaron a la vista. De nuevo volvió a la grieta viendo que El Víboras y su hermano ya habían desaparecido de su vista.

La oscuridad que se extendía a lo largo del estrecho pasillo, formado por la grieta de la mole rocosa, era suficiente como para hacer el paso lento y con cuidado de no tropezar con duros salientes. Delante ciceroneaba El Víboras, explicándoles a los chicos con un susurro, donde podían encontrar algún posible problema para seguir adelante en perfecto estado, pero, a medida que fueron avanzando, la oscuridad iba disminuyendo, sin que se pudiese entender por donde entraba la poca luz que les permitía ver con cierta facilidad.

De pronto, el viejo detuvo su avance y, volviéndose a los chicos, les indicó que mirasen hacia arriba, levantando su bastón. Al hacerlo, Jandro tuvo que semicerrar los ojos para poder distinguir algo, dentro de la penumbra que todo lo envolvía, pero, a medida que sus pupilas se fueron dilatando, empezó a tomar conciencia de la magnitud de la bóveda que la cueva tenía. Desde el techo de la misma se desprendían enormes estalactitas que, terminadas en agudas puntas, parecían terribles guardianes que amagaban con dejar clavados en el duro suelo a todos aquellos que tuviesen la osadía de entrar en aquel santuario de paz y silencio.

-No hagáis mucho ruido, el guardián de la gruta puede enfadarse y si nos lanza alguno de sus dardos...- se volvió sonriendo al ver la cara de espanto del pobre y crédulo Jandro. –Ahora- siguió susurrando- vais a ver algo que solo yo he visto hasta ahora, pero, tenemos que esperar un momento más porque la luz aun no ha venido a nuestra cita- y se quedó mirando hacia el altísimo techo abovedado de la enorme gruta. Efectivamente, segundos más tardes, por algún estratégico agujero que la curiosa naturaleza había horadado en la cara del farallón, comenzó a entrar un grueso rayo de sol que, como en los teatros, cuando va a comenzar la función, de pronto se encienden todas las luces y se ilumina el escenario, apareció ante los ojos de los hermanos la más grandiosa obra arquitectónica que la curiosa naturaleza había construido para que sus inocentes y sorprendidos ojos pudieran contemplar.

Al principio, la luz solo iluminaba una parte de la enorme bóveda de la cueva; aun así, el espectáculo era increíble, ya que las sombras de las estalactitas se proyectaban en un fondo de la pared de la cueva de color rojizo. El negro sobre rojo daba la sensación de llamaradas de fuego que salían desde el suelo hacia el techo. El color rojizo imperaba en todo el conjunto. A medida que el sol entraba más perpendicular al agujero, la luz se incrementó y fue apareciendo el fondo de la cueva. En ese momento, Jandro se dio cuenta que ellos no estaban al nivel del suelo, sino como en una especie de balcón, mucho más cercano al techo. Así, al mirar hacia abajo, vio como un ejército de seres puntiagudos se encontraba en formación, algo desordenada. La extraña transparencia y luminosidad de las puntas de las estalactitas, daba la sensación que cada una de ellas era una lámpara que iluminaba la enorme estancia.

Les dejó disfrutar un buen rato del espectáculo, hasta que consideró que la luz era suficiente para seguir avanzando por un difícil y estrecho paso entre las rocas de la pared, hasta bajar a la altura del suelo de la cueva. Mientras bajaban, el sonido del agua fue aumentando hasta convertirse en la música de fondo de aquel magnífico teatro natural. La especie de camino que les conducía a través de las estalagmitas y la pared de la cueva, terminaba junto a una enorme poza donde el agua, en absoluta calma, se almacenaba. El Víboras se agachó junto al borde y usando sus manos como cuenco, bebió lentamente. No necesitaron los chicos ser invitados a tan apetitosa acción. Ambos, imitando al viejo, saciaron su sed con el agua más fría y sabrosa de las que nunca habían probado. Aunque el profundo negro del fondo de la poza, motivado exclusivamente por la falta de luz, les intimidó algo, el ver a su amigo, tan conocedor de aquellos lugares, meter tranquilamente sus manos en el agua, les quitó cualquier tipo de duda o sensación de peligro.

Jandro, una vez bebida toda el agua que pudo, se enderezó y miró hacia el fondo de una especie de pasillo, donde se veía una cierta claridad. El Víboras, al verle mirar le comentó.

-El camino hasta esa boca es algo largo y hay que meter las piernas en el agua de vez en cuando; si estáis dispuestos a hacerlo, os llevaré hasta allí- absurda duda para la insaciable curiosidad de aquellos dos jóvenes iniciados en la sabiduría natural; sin darle opción al viejo, ambos se pusieron en camino para ver de donde procedía aquella luz. Cuando llevaban recorrida mas de la mitad de la distancia que les separaba del nuevo hueco por donde se filtraba la claridad del día, El Víbora les detuvo y en, absoluto silencio, les indicó el techo de canal por donde se movían. Al mirar descubrieron unos grandes racimos de color negro que, colgando del techo, ahora bastante más bajo que en el centro de la cueva, se movían como grandes corazones latiendo a ritmo irregular. El viejo, le puso a Jandro la mano sobre el hombro para que le mirase y, al hacerlo, vio como le movía las manos, como alas de pájaros volando. Jandro no le entendió y notándoselo en la sorprendida mirada, levantó el bastón hacia Tonio para que también le mirase. Este se volvió hacia ellos al notar el contacto y, viendo el movimiento de las manos del viejo, hizo un movimiento de arriba a abajo con la cabeza, en señal de haber comprendido. Muy despacio, los tres se pusieron en marcha en un absoluto silencio y, agachados en todo lo que sus cuerpos le permitían, siguieron caminando hacia la abertura final.

Todo lo hicieron con tal lentitud y silencio que la enorme colonia de murciélagos no se inquietó con su presencia, aunque sus continuos gritos de advertencia les acompañaron hasta llegar al final del túnel.

De nuevo ante sus ojos se ofreció la naturaleza con toda su fuerza y belleza. El hueco por el que habían aparecido los tres, era el mismo por el que el pequeño río que, partiendo del lago que se encontraba en el suelo de la cueva, corría hacia la boca del túnel con suavidad y desde allí, en una enorme y altísima cascada, caía a la poza donde Jandro, días antes, había tomado agua para dar de beber al viejo. Desde el lugar donde se encontraban, a mas de ciento veinte metros del suelo de la cortada, esta se abría hasta dejar a la vista de los chicos el valle verde, grandioso, espectacular, multicolor, aun en el agostado mes en el que se encontraban, al fondo del cual, discurría lentamente el Guadiaro, en busca del mar Mediterráneo. Hasta llegar al valle, el cauce del río estaba formado por enormes y lisas rocas que lo dejaban caer, ahora en rápidos, ahora en remansos, hasta descansar en su recorrido en el fondo verde y suave del valle.

El tiempo, cuando el alma admira y se integra en la belleza natural, pierde todo su sentido, y los sentimientos de aquellos que tienen la suerte de poder admirar la belleza perfecta, hacen que se sientan seres elegidos.

Muchas cosas más supieron aquel verano Tonio y Jandro; muchas cosas más aprendieron de cómo se puede vivir en los montes sin más ayuda que los ojos para ver, los oídos para oír y la mente abierta para comprender. La relación entre ellos, aun siendo de muy diferente edad, cambió por completo y, en ese mutuo entendimiento, ambos callaron durante muchos años todo lo que habían visto y oído, quizás movidos por la necesidad de compartir aquel bonito secreto, quizás por mantener la palabra dada a aquel viejo.
El siguiente verano, Tonio no fue con ellos a El Colmenar, pero su padre le permitió ir a visitar a su amigo solo, siempre que estuviese de vuelta antes de las doce de la mañana. Se vieron muchas veces y tantas veces aprendió nuevas cosas Jandro. Fue el último verano que Jandro pudo estar con su amigo. El siguiente junio, cuando Jandro fue a su encuentro, no oyó su silbido. Cruzó a nado la poza de la Boca del Diablo y trepando por las rocas del fondo de la cortada, pasó al otro lado. No le encontró, pero sí estaba su bastón; lo tomó y apoyándose en él, como tantas veces había visto hacer a su amigo, se acercó a la poza de la cascada para beber y allí, como acto de bienvenida, le recibió el silbido de una víbora hembra. Jandro se quedó quieto esperándola ver salir, pero en ese momento se dio cuenta que el miedo había desaparecido, como el viejo, que nunca más volvió a ver. Su bastón aun tiene un lugar en su corazón y en su casa.

jueves, 21 de septiembre de 2006

DEPORTE O SEXO




CAPITULO I: EL ESCENARIO

Érase una vez, o dos, o tres, no llega con la necesaria nitidez su memoria a aquellas lejanas vivencias de antaño, cuando la España de nuestras tristezas érase gobernada por un general altísimo, o eso creía el chaval, pues muchos años estuvo convencido de que Generalísimo era una popular contracción de General altísimo. La vida, que tan dura, cruda y cruel es, y aun más con quienes tienen la desgracia de permanecer en la inocencia más de lo estrictamente necesario, le sacó pronto y secamente de tamaño error.

No viene a cuento el momento pero, metidos ya hasta el cuello en recuerdos y añoranzas, propios y propias de quienes tienen la suerte de llegar a ver más de tres generaciones entre su niñez y su mayoría de edad, sería interesante dedicarle unos minutos de esta historia a recordar cómo el famosísimo General, se hacía conocer por aquellos que pocos años mas tarde, formarían el grueso de los “españolitos de a pié” que devolvieron a nuestro país al lugar que le correspondía en el concierto internacional; a base de trabajar, eso sí, en absoluto silencio político; claro está que, como algunas veces comenta en la intimidad: “Para ver lo que estoy viendo, igual sigo en silencio, pero ahora voluntariamente, que debe ser un mayor grado de libertad”.

Cierta mañana que, como todos los días lectivos que en la semana iban de lunes a sábados por la mañana, de aquellos negros, tristes y deprimidos años, Jandro llegó al colegio y fue a reunirse en el patio del recreo con sus amigos. Notó cierta actividad impropia de los típicos rostros somnolientos y adormiladas mentes que a aquellas horas acostumbraban a prevalecer en patios, rincones y puertas de clases del colegio, e, intrigado ante tanta expectación fue a preguntar cuando su buen amigo Luís se le acercó gritando:

-¿Te has enterado de la buena noticia?- sin tiempo a decir más, Jandro le contestó

-Se ha muerto D. Julián, ¿verdad?-

-¡Qué bruto eres, tío; si te oye, te mete un suspenso en Comportamiento y nota negra esta semana!-. ¡Sí!. En aquel sorprendente pero querido colegio, no solo se daban calificaciones semanales de todas las asignaturas de cada curso, sino que, para mayor INRI de los pobres alumnos de los Marianistas, las daban sobre una cuartilla adornada con unas orlas que tenía colores. Aunque no tiene nada que ver con la historia a relatar, viene a cuento ahora y, por ello, habrá que reseñarlo.


El negro era catastrófico y precursor de un gran castigo en casa que podía durar todo un trimestre. El castigo podía ser complementario de otro en el Colegio si el preceptor del curso lo consideraba oportuno o tenía referencia de cierta debilidad de algunos padres.

Le seguía el morado muy de cerca, tan de cerca que, llevar una nota morada a casa, era preludio de un castigo mensual y alguna pequeña caricia paterna; eso sí, dada con el mayor cariño y toda la buena intención de la que pudieran ser capaces los insignes progenitores de cada cual.

Ya algo mas alejado andaba el color verde, muy propio de los que no atendían las explicaciones de clase y lógicamente, cuando los profesores les preguntaban, navegaban por el limbo de la inconsciencia, siendo despertados del sueño con el correspondiente reglazo en los nudillos de las manos, “voluntariamente” extendidas. A este color le solía corresponder el castigo semanal, con sábados y Domingos incluidos, excepto la Misa del día del Señor, que no se la saltaba nadie ni estando con un pié en la tumba.

Ya, en el lado de los aprobados de los “chicos de bien”, comenzaba la historia con el color azul. Aunque Jandro raramente recibía ese color, él era mejor estudiante, cuando le “tocaba la lotería”, ya sabía que, su padre, al firmarlo porque, por supuesto, todas las notas debían ser devueltas al día siguiente, el viernes, firmadas por el correspondiente progenitor, sus palabras siempre se repetían: “Bueno, bueno, Jandro, esto hay que mejorarlo. ¿Qué te parece si esta misma tarde le damos un repaso a los temas de la semana para que no se nos queden lagunas que luego, en los exámenes finales, pueden traernos problemas? Como podréis comprender, ¿qué hijo bien educado y cariñoso podría negarse a tan agradable y desprendida invitación?

Tendría que aclarar que las notas se daban todas las semanas los jueves por la mañana. Ese mismo día, por la tarde, no había clases, y se podía practicar deportes en los campos que el Colegio tenía a las afueras de la ciudad. Para Jandro era el gran día pues, desde bien pequeño, el deporte fue su gran debilidad, hasta el extremo que, cuando sus amigos ya empezaban a “perder” el tiempo pasando interminables horas en las esquinas, esperando ver pasar a las chicas que salían del Instituto o del colegio de chicas, Jandro se iba a los campos de deporte a jugar al fútbol o a practicar salto de altura o longitud; en aquellos negros, tristes y miserables años de la España de la posguerra, poco más del fútbol y el atletismo se podía practicar. Es por ello por lo que, llegar a casa con una nota azul, para él era el mayor de los castigos.


Y al azul, le seguía el rojo, signo inequívoco de pertenecer al club de los elegidos. Mucho han cambiado las cosas en este tema. Hoy en día, aquellos estudiantes que andan rondando los notables altos y sobresalientes, los triste y peyorativamente mal llamados “empollones”, son escarnio de compañeros, objetivos de insultos y menosprecio de la sociedad infantil y juvenil que pueblan esos lugares de perversión, mal llamados colegios públicos o concertados. Sin embargo, en aquellos negros, tristes y lamentables años, sacar nota roja era pertenecer al club de los envidiados, de los elegidos; de aquellos en los que se fundaría la reestructuración de la nueva España, del futuro. En realidad, ellos, los sobresalientes, lo único que buscaban era disfrutar de unas buenas y bien pagadas vacaciones.

Y por fin, el no va más, el summun, la gloria, el color dorado, la matrícula de honor. Este sí que merecía la pena; conseguir este color era como tocar el cielo. Los Padres Marianistas hacían fotos a los elegidos y aparecían en unos cuadros que adornaban los pasillos de los despacho de los profesores: “El pasillo de la gloria”. ¡Ah, que gran honor!. ¡Qué maravilloso era ver como los profes le ponían como ejemplo a los demás!. Bueno… también había una pequeña, nimia gratificación, como premio al esfuerzo realizado y que consistía en ¡¡¡no tener notas durante las tres siguientes semanas!!!

CAPITULO II: LOS PERSONAJES

Bien, sigamos la historia de aquellos… llamémosles, inocentes años del púber jovencito.

En el patio del Colegio, un viernes de Octubre de un año ya perdido en unos tiempos a los que la memoria no alcanza y en los que todo pudo ocurrir, o no.

-¿Qué ha pasado entonces?- le preguntó interesado a su amigo Luís.

-¡Que hoy nos dan vacaciones, hasta el lunes!. Estamos montando irnos al puerto en bici. ¿Te vendrás, no?- Jandro miró a Luís algo sorprendido, momento en el que se acercaron Joaquín y Salva.

-¿De qué me estás hablando?. Algo ha tenido que ocurrir, los “cuervos” no dan vacaciones porque sí- referencia cariñosa a los siempre vestidos de negro profesores que conformaban la congregación mariana a la que pertenecían.

-Aun no lo sabemos- comentó Joaquín –pero dice Manolo que es porque viene el Generalísimo.

-¿El Generalísimo?- se quedaron todos expectantes y mirándose con nerviosismo. “El mismísimo Generalísimo”, pensó Jandro mientras esperaba más información de sus amigos.


¡Por fin iba a conocer al hombre más famoso del país!. En el fondo sentía algo de miedo porque la fama que disfrutaba tan altísimo personaje, según a quien le oyese el comentario, podía estar rayana a la santidad o cercana al mismísimo infierno, y siempre queda más gravado lo malo; eran tantas las referencias que un chico de su edad tenía en aquella época del “hombre que salvó a la Patria del hundimiento económico, político y social”, que, dependiendo del lugar que su familia ocupaba en el orden social que se había formado después de la guerra, el “gran salvador” o el “monstruoso dictador” eran referencias obligadas en las charlas familiares y, por tanto, en los inocentes oídos de los chavales de su generación. Las fotos en la cabecera de las clases de los colegios; los rezos por el buen gobernar de todos los curas en las misas dominicales… El correspondiente referente del comienzo de todas las emisoras de radio, ya que la TV, en los años en que el pobre Jandro fue púber, ni existía. En realidad, para ellos, tanto de un lado como de otro, lo único importante era disfrutar de la vida; la política, como las mujeres, ya llegarían algunos años más tarde.

Pronto sonó la campana que marcaba el comienzo de las clases y todos, en absoluto silencio y perfectamente organizados en dos filas, esperaron la salida del prefecto de la semana para, una vez corregidos los errores de la formación escolar con su delgada pero flexible y larga vara, ordenar la entrada en las respectivas clases o aulas del colegio.

En el mismo orden y con el mismo silencio y pulcritud disciplinaria, Jandro y sus amigos entraron en clase y se colocaron en pie junto a sus correspondientes pupitres.

Poco fue el tiempo que tuvieron que esperar. Segundos más tarde, cuando ya todos ocupaban sus puestos en clase, se abrió la puerta de profesores y entró d. Julián.

No les miró ni un instante, desgraciadas cucarachas manchadas de envilecedores pecados, nunca lo hacía; se fue directamente a la mesa de profesores y después de inclinar ligeramente la cabeza ante la foto del Generalísimo y santiguarse ante el crucifijo que dominaba la clase encima de la pizarra, tan negra como el traje que siempre vestía se sentó y esperó a que todos estuviesen sentados.

-Bien, hijos míos, ayer recibimos la noticia de la llegada del Generalísimo a nuestra ciudad y, como buen católico que es- se les quedó mirando a todos y prosiguió- ya le podríais imitar y mejor os iría en la vida, se dará una misa en su honor en la Colegiata. A ella asistirán, aparte de autoridades, Jefes locales del Movimiento, empresarios y demás personas de la vida Social, representantes de todos los Colegios, nosotros los primeros.- Tomó un respiro mientras con la mirada escudriñaba hasta el más mínimo movimiento de labios o rostros de las rastreras cucarachas.

Jandro, siempre que, a lo largo de los años de estudio en su colegio, estuvo bajo la prefectura de d. Julián, sintió la sensación de que aquél profesor se pasaba la vida buscando motivos entre los alumnos para castigar, o humillar ante sus compañeros, a cualquiera que tuviese algún pequeño fallo. Jandro había sufrido aquella situación en una sola ocasión, pero los motivos son casi otra historia que harían interminable la que ahora nos ocupa. Lo que sí sabía era que sus buenas notas y la importancia que su padre tenía en la ciudad, eran un buen escudo para parar las penetrantes miradas de d. Julián.


-Lógicamente, todos los asistentes a la misa y posterior acto de agradecimiento, tendrán la oportunidad de dirigirse al Jefe del Estado; entre ellos, un representante de este Colegio tendrá el honor de darle las gracias en nombre del mismo y de todos los alumnos que lo componen- una nueva pausa y, mientras con un pañuelo inmaculadamente blanco se limpiaba los labios, apareció una de las pocas sonrisas que el chaval tuvo la oportunidad de ver en su rostro, prosiguió- Este representante será elegido de entre los alumnos del colegio y, esta clase, la que yo tengo a mi cargo y gracias al tremendo esfuerzo que uno de vosotros ha realizado esta pasada semana, tiene el privilegio de enviar a la selección a su mejor alumno. La selección se realizará en media hora en el aula de 6º A, entre los cinco únicos alumnos de todo el Colegio que esta semana han obtenido una nota máxima. Como ya suponéis, estoy hablando de nuestro admirado y querido Jandro- instante en el que, como norma del Centro, Jandro se puso en pié nada más ser nombrado.

La vida y la frágil memoria de nuestro querido chaval no le han conseguido robar la experiencia del momento sublime en el que se vio inmerso, cuando d. Julián le nombró. Sus manos, al ponerse en pie, se asieron con todas las fuerzas de su cuerpo y alma al pupitre, descargando sobre la madera de que estaba hecho todos sus nervios y estado de ánimo.

El Santo Job, un manojo de nervios descontrolados comparado con la paciencia que Jandro demostró, estoicamente en pie junto a su pupitre, mientras que duró la alocución que el Prefecto les soltó al resto de la clase, poniéndole de ejemplo a imitar. Hasta tal extremo llegó su capacidad de autocontrol que, finalizando d. Julián, él se encontraba pensando: “Este cuervo es tan “cuervo”, que está alargando el tema para fastidiarme”. Y, en estos pensamientos de encontraba su mente cuando le oyó decir.

-Jandro, anda sube a 6º A que te estarán esperando para sortear quien de los cinco hablará en nombre del Colegio y, si tienes la suerte de ser el elegido, no olvides que estarás hablando en nombre y representación de todos; no nos defraudes.- Viendo que el chico no se movía del pupitre, quizás porque la madera del mismo había aprisionado sus manos y no le permitía moverse, le ordenó “cariñosamente”- ¿Te has quedado dormido en el limbo?. ¡Vamos, hombre, que te esperan arriba!.

Era su especialidad, salir corriendo batiendo records (referencia a su encuentro con “El Víboras” en las Buitreras). No recuerda haber abierto ni puertas ni ventanas, ni subir escaleras; su memoria solo le permite recordar como se dio de bruces con la voluminosa tripa del Padre Hipólito que, algo impaciente le esperaba en la puerta de la clase 6º A.

-¡Vaya, Alejandro!. ¿Te persigue la tentación?- y cogiéndole por los hombros- Tranquilo hijo, toma aire y entra, que vamos a elegir al representante del Centro.- Abrió la puerta y le dijo al ver que Jandro iba en dirección a la fila de cuatro alumno que estaban en pie en el centro de la clase- Ponte el primero, para hacer verídicas las palabras de Jesucristo: “Los últimos serán los primeros”.- Y él se dirigió a la tarima sobre la que se encontraban las mesas de profesores de todas las clases del Colegio.


-Queridos hijos, como ya todos conocéis, uno de entre vosotros cinco tendrá el honor de dirigirse al Jefe del Estado, en nombre del Colegio y de quienes lo componemos, para darle la bienvenida y las gracias. Como es lógico, las palabras que deberá leer han sido escritas por nuestro querido director y, para que quien sea designado pueda preparar su lectura, tengo aquí una copia con el fin de que empiece a estudiarse, junto conmigo, la forma de leerlo. Bien; ya que todos habéis obtenido una calificación de sobresaliente esta semana y con ello, entrado en la historia del colegio- momento en el que, como de común acuerdo, el pecho de todos los chicos se hinchó como globo de feria –tengo delante estas dos cajas en las que se han introducido cinco bolas, numeradas del uno al cinco. De la primera extraeréis cada uno su bola y de la segunda sacaré yo la que será premiada- Les miró cariñosamente sonriendo, posiblemente ufano de cómo había explicado la situación.

Ante el absoluto silencio e inmovilidad de los presentes, siguió.

-Jandro, acércate y elige tu bolita- Jandro miró a sus compañeros como pidiéndoles perdón por ser el primero y se acercó al Padre Hipólito mientras extendía su brazo izquierdo para meter la mano en la caja. Al hacerlo, la mano del sacerdote entró en la caja junto a la suya y, antes de que sus inocentes dedos tocasen bola alguna, el sacerdote le puso una en la palma y le dijo –bien, hecha tu elección, vuelve a tu puesto y espera.- Posteriormente se fueron acercando sus compañeros mientras que él observaba cómo en cada caso la mano del Padre entraba en la caja al mismo tiempo que sus manos. Jandro nada entendía, pero algo raro veía en toda aquella actuación del sacerdote. Finalmente, cuando ya todos habían elegido sus respectivas bolitas, habló de nuevo.

-Bien, bien. Ahora sacaré una bola y al que le coincida el número será el elegido- y, sin más, metió la mano en la segunda caja y extrajo una bola. La miró, miró hacia el suelo y sonriendo les miró a ellos. El número extraído es el cuatro. ¿Quien lo lleva?.

¡Pues claro que Jandro!. ¡Qué sentido si no tendría esta historia?.

La tierra tembló bajo sus pies; el sudor comenzó a manar por todos los poros de su cuerpo, como grifos abiertos al mar. Los miró a todos sin mirar a nadie. Su pecho no se hinchó como en clase, cuando le comunicaron su elección, sino que se desplegó por delante de la cara de sus compañeros, como se despliega la cola del pavo real ante la pava de sus sueños. Sus pies no tocaban el suelo, levitaba como Santa Teresa cuando escribía sus versos: “Vivo sin vivir en mi y…”; claro que vivía sin vivir, ni en él ni en ningún sitio.

No era en sí el hecho de estar por encima de los de Cuarto, Quinto y Sexto cursos, que era suficiente, era el saber que aquella misma mañana, estaría delante del altísimo General de todos los ejércitos, aunque solo eran tres, tierra, mar y aire y le hablaría de tú a tú; de pronto, le vinieron a la memoria las palabras que el Padre Hipólito había dedicado a la Virgen el pasado doce de Octubre, día del Pilar: “…en el momento de la ascensión, ella debió sentirse la mas grande de los seres humanos, como entre algodones blancos de gloria y poder…”; si, puede que la sensación fuese la misma.

Como entre sueños, le entregaron las notas que tenía que aprenderse de memoria, mientras solo dos de sus compañeros le felicitaron por su suerte. Tomó las notas y comenzó a leer: “Excelentísimo Señor D. Francisco Franco Bahamonde, Generalísimo de los Ejércitos, Caudillo de España, gloria y honor …”.


CAPITULO III: ALTURA O GRADUACION

¿Diez, cincuenta, cien? No recuerda las veces que leyó y releyó con el Padre Hipólito aquel panfleto, desde el Colegio hasta la Colegiata, andando despacio para dar tiempo al sacerdote que ya andaba pasados los setenta y para llegar justo a las once treinta, hora fijada por las autoridades para ocupar el puesto que cada cual tenía reservado. Sentados en sus sillas se encontraban el director del Colegio, todos los “cuervos” a sus dos lados y delante, sus cuatro compañeros; entre ellos y en el centro, dos sillas, la de el Padre Hipólito y la suya. Hecha la correspondiente genuflexión ante el altar mayor de la Colegiata, Jandro, lleno de orgullo y excitación por los momentos que estaba viviendo y el gran momento que se acercaba, se sentó en su silla y comenzó a buscar con los ojos, mientras se preguntaba donde se sentaría el Generalísimo.

Con media hora de antelación, hubo tiempo para todo, incluso para que tanto el director como d. Gregorio, su profe de matemáticas y su mejor aliado en el colegio, le preguntaran por cómo llevaba preparado el discurso. Mientras disfrutaba de estar sentado en el centro de la gloria, notó una mano cariñosa en su hombro. No necesitaba volver la cabeza para saber que era la mano de d. Julio, su profesor de Educación Física y al que tanto admiraba, y oyó como le decía casi al oído.

-Hazlo tan bien como tú solo sabes hacerlo.- Al oír aquellas palabras, todas sus fuerzas se vinieron abajo y la tensión nerviosa que soportaba desde hacía casi dos horas, hizo saltar por los aires su buena voluntad, saliéndole dos indiscretas y enormes lágrimas de sus ya bastante castigados ojos. No hizo gesto alguno para no romper el hechizo del momento, pero notó como su corazón comenzó una veloz y alocada carrera hacia ningún sitio, como queriéndose salir del ya enorme pecho donde se encontraba.

El sacerdote se inclinó hacia él y le comentó a oído.

-¿Ves aquellos cuatro sillones rojos, encima de la escalinata?- Jandro miró hacia su derecha y comprobó lo que el Padre le decía, asintiendo con la cabeza. –Pues ahí se sentarán Doña Carmen, Su Excelencia el Generalísimo, el Señor Obispo y el Prelado de la Colegiata. La misa la oficiará el recién nombrado Obispo de Sevilla, D. José María Bueno Monreal. Después, se irán acercando hasta el pie de la escalinata las distintas personalidades encargadas de darle la bienvenida a la ciudad y, entre ellos, estarás tú.- Le tomó la mano y prosiguió –hazlo bien, como te ha dicho d. Julio.-

El chico ya solo tenía ojos para mirar aquel enorme, imponente e importante sillón forrado de terciopelo rojo, brazos dorados y una corona rematando el centro del respaldo. Delante, a los pies del mismo, un pequeño taburete, forrado en el mismo color rojo y con borlas doradas. Sin embargo, los otros tres sillones delante solo tenían un cojín en el suelo. ¡Claro, pensó Jandro, es que él es el Caudillo! y miró hacia su izquierda donde, al fondo, se divisaba la enormísima puerta de la colegiata con sus dos puertas abiertas. De nuevo pensó: “¿Habrán hecho las puertas tan grandes para que pueda pasar?” y convencido de su gran capacidad deductiva, siguió paseando su inquisidora mirada por entre los asistentes a la misa.


De pronto notó un cierto revuelo en las puertas de la Colegiata y, sin darle tiempo a entender qué pasaba, el magnífico órgano de la iglesia comenzó a desgranar las notas del himno nacional; todos, como catapultados por un común impulso eléctrico, se pusieron en pie y el chico, al hacerlo e ir a mirar hacia la entrada, notó la presión de una mano sobre su cabeza impidiéndoselo. No lo hizo, pero las órbitas de sus ojos giraron rápidamente hacia su izquierda; al no poder observar la puerta desde su posición y sabiendo ya que al mover la cabeza la mano de d.Julián o cualquier otro “cuervo” le impediría el movimiento, abrió al máximo sus ojos e intentó llevar sus retinas lo más a la izquierda posible, hasta producirse daño. “Así no hay quien vea nada” pensó mientras frunciendo los músculos de la cara, se enfadó en silencio con todos los presentes, incluido el altísimo general de todos los ejércitos que era el culpable de que allí no se moviesen ni las llamas de las velas. ¿Por qué no querrá que le miremos?, se estaba preguntando Jandro cuando, por su izquierda, comenzó a entrar en el ángulo de su forzada visión la comitiva que precedía al Jefe del Estado.

Sus nervios se pusieron en tensión y, a partir de ese momento, todo, pensamientos, escenario, participantes y, hasta el discurso, desaparecieron de su mente que quedó absorbida por la sensación que le iba a producir la inmediata presencia ante su vista del semi-dios que, desde aquella mañana, presidía todos sus pensamientos.

Y comenzó la interminable procesión de personas, personajes y personajillos que, en aquellos tristes y lúgubres años, acompañaban cualquier acto social, religioso o civil. No por todo lo anterior, que en la cabeza del chaval aun no habían tomado forma dichos conceptos, Jandro perdió interés; todo lo contrario, la parafernalia que la Iglesia tenía por costumbre hacer acompañar a todos sus acontecimientos, la vestimenta de gala, la lentitud del paso, el recogimiento de los que formaban las interminables filas de acompañantes, los colores vivos de cardenales y obispos, la música que, en este caso, se limitó al himno nacional, le atraían de tal forma que todo quedó grabado en su frágil memoria a fuego.

De pronto, ante sus ojos apareció el palio (la casita), portado por cuatro solemnes monaguillos, en blanco y negro, bajo el que el Papa había tenido a bien dispensar al Generalísimo entrar en todos sus centros religiosos. Y bajo el palio él y la “señora” a su lado. El chico miraba los cuatro largos varales que soportaban el palio y al Caudillo; su mirada pasaba del Caudillo a su mujer y otra vez al Caudillo. Finalmente llegaron hasta su altura y entonces comprendió su grave error. Aquel gran hombre no era altísimo, todo lo contrario, era mas bien bajito, o su mujer muy alta. En este pensamiento se mantuvo mientras el cortejo recorría los últimos metros hasta llegar a los sillones, delante de los cuales se mantuvieron en pie.

Presenció la misa, cantada, como las que tanto le gustaban las noches de Navidad, no porque las entendiera, ya que el latín se le atragantaba totalmente, sino porque como las misas eran en ese “idioma”, por lo menos, al cantarla los “curas”, se entretenía con la música sacra, al mismo tiempo que el bello de sus brazos se le ponía de punta. Nunca entendió esa curiosa relación entre la música sacra y sus bellos en punta, pero siempre fue así, hasta bien entrado en los 18. Y llegó el momento en el que la mano y la voz del Director del Colegio le empujaron suavemente hacia delante para que se acercara al comienzo de la escalinata y leyera su discurso.


Nada más salir de la fila tomó conciencia de que aquellos ojos que durante todo el acto religioso se mantuvieron impertérritamente fijos en el Altar donde los oficiantes concelebraban la Misa, se fijaron en él y, ¡Dios mío! Aquella cara sonrió. ¡Y le sonrió a él, a él solo!. Explicarles en qué grado de la escala celestial se encontraba el chico en aquellos momentos, sería imposible porque jamás estuve ni cerca de dicha escala. Los ángeles y arcángeles, potestades y querubines, según los sabios teólogos de la Santa Madre Iglesia, eran seres que superaban en mucho al mejor de los humanos.

Fue a comenzar su lectura cuando al mirar al Generalísimo antes de hacerlo, tal y como le había indicado el Padre Hipólito, vio como con la mano le indicaba que subiese la escalinata.

Sorprendentemente, Jandro no estaba nervioso. Su templanza, que por cierto desconocía totalmente, el hecho de haber visto a tantos antes que él hacer lo mismo, las veces que el Padre Hipólito le había dicho que les estaba representando a todos ellos, fueron los que le dieron el aplomo necesario para acercarse hasta él sin sentir el lógico miedo, y que ni tan siquiera le temblaran ni piernas ni ideas. Lo cierto fue que, después de seis pasos, se encontraba a medio metro del Generalísimo y fue en ese instante cuando este, sin que nadie lo esperara, se puso en pie y le puso la mano en el hombro.

¡No fue orgullo!. ¡Ni admiración incontrolada!. Ni que los nervios le descompensasen en ese instante. Sencillamente fue que Jandro tomó de pronto conciencia de que el Caudillo era… ¡¡¡Hasta más bajito que su padre!!!. ¿Entonces, lo de Generalísimo? Y en esos pensamientos se encontraba cuando comenzó a leer.

-¡“Excelentísimo Señor D. Francisco Franco Bahamonde, General de los Ejércitos, Caudillo de España, gloria y honor …”!. Terminó su lectura con el desparpajo propio de un experto conferenciante y con la interna satisfacción de haber llamado General al Caudillo.

Fue su padre quien, una vez vuelto a casa, le felicitó y corrigió su error.

-Hijo, Generalísimo es por ser el General de los Generales, es su graduación, no porque sea el más alto de ellos.-

CAPITULO IV: JUGANDO A MAYORES

La tarde de aquella mañana de jueves en la que Jandro, creyendo tocar el cielo, lo único que tocó fue la realidad lisa, llana y palpable, mientras él viajaba por el éter de los sueños de un púber de aquellos tristes, pobres y sacrificados años de comienzo de una “demócrata dictadura” que ningún chaval supo entender, sus amigos, Luis, Joaquín y Salva, se dedicaban a un nuevo arte de perder el tiempo, escondidos entre las sombras de los portales, acusadoras esquinas y transparentes arbustos de los jardines, secos como la paja en agosto por falta de agua y de mano que los regase, para sus inocentes ojos, pero en ningún caso para los avispados y maravillosos ojos de las chicas que, distraída o conscientemente, les lanzaban insinuantes miradas al cruzarse con ellos.

Aquella tarde, Jandro no pudo asistir a los campos de deporte porque los “cuervos” se habían reunido para celebrar no sé qué acontecimiento. Años más tarde supo que el acontecimiento fue la aprobación, por parte del Gobierno de España y del Alcalde de la Ciudad, de un nuevo colegio para los Marianistas, justo donde en esos momentos se levantaban los campos de deporte de Santa Fe. Después de comer con su familia que, para celebrar el honor con el que el Colegio le había dispensado, había preparado un ágape al gusto y placer de su ya incipiente exquisito paladar, se fue a buscar a sus amigos, sin encontrar a ninguno de ellos.


Pero el ser humano, absolutamente convencido de su libertad, hace y deshace según sus criterios, aunque la vida, que ni piensa, ni siente, ni padece, o eso parece, en realidad es la que maneja todos los hilos de las inocentes y crédulas polichinelas humanas, de tal forma que lo que tiene que ser siempre es, aunque esté vestido de una tupida casualidad aleatoria.

Volvía Jandro, algo entristecido por no poder contactar con sus íntimos y, de camino, contarles las nuevas y embriagadoras sensaciones que aquella mañana le había hecho sentir, así como su decepción por la figura del que, hasta entonces, había sido su Guerrero del Antifaz vivo, cuando se encontró de frente con una chica. No vestía de colegio, aunque él sabía a qué colegio iba. Nunca había sido su objeto de deseo, ni tan solo de sus sueños, porque en él, aun no se habían despertado las hormonas que en esos años determinan si, independientemente de que el cuerpo corresponda a un macho o a una hembra, ellas tiren en el sentido que a bien les venga, pudiendo, con esa libertad aleatoria de que están dotadas, crear en el incipiente cuerpo y mente de cualquier chico una correspondencia lógica con su organismo o todo lo contrario. No, no iban las intenciones por ahí, ni por parte de ella, haciéndose intencionadamente la encontradiza, ni por él, que en ese campo navegaba cual patera a la deriva de las corrientes del estrecho.

-Hola Jandro- le sonrió colocándose a su lado y paso. El la miró algo sorprendido, aunque con mirada ausente de cualquier oculta intencionalidad. Al fin y al cabo, él tenía dos hermanas y por tanto, tratar con chicas no le era en absoluto novedoso.

-Hola, Angus. ¿No has ido al colegio esta tarde?-

-Tuve que ir con mi madre a la modista.- le miró de reojo y le preguntó -¿Dónde vas?. ¿No estás con tus amigos esta tarde?- Fue a contestarle cuando al mirar hacia ella, observó como la chica daba dos pasos muy seguidos, mientras le miraba esperando su respuesta. Jandro, olvidándose por completo de las preguntas que le había dirigido Angus, se quedó mirando cómo ella, cada dos o tres de sus zancadas se iba quedando detrás y, para ponerse a su altura, tenía que dar algunos pasos casi corriendo. La miró sorprendido, comprobando que no solo era como él de alta, sino que quizás tenía algún centímetro más. No entendiendo lo que pasaba, se paró de pronto en su caminar, comprobando cómo ella, sin esperar su reacción, seguía andando unos pasos más, forzada por la semi carrera que él involuntariamente le hacía llevar.

-¿Por qué en vez de ir casi corriendo no das los pasos más largos?- Le preguntó de pronto.

-¿Cómo?- ella se quedó absolutamente con la mente en blanco, al no esperar ni la repentina parada ni la sorprendente pregunta que le hacía Jandro.

-Te estoy mirando y veo que vienes a mi lado corriendo. Si eres como yo de alta, ¿por qué tienes que correr?-

-No lo sé; yo no puedo dar los pasos tan largos como tú- le contestó rápidamente y algo molesta por el cambio de conversación. Jandro comprobó que no llevaba falda estrecha, algo que en aquellos años y una niña de 14 difícilmente conseguiría que sus padres le permitieran salir a la calle así vestida, y sin entender nada comenzó de nuevo a andar, pero en esta ocasión algo más lento para que ella no tuviese que ir corriendo a su lado.

Nunca hubo ni habría atracción física ni amorosa entre ellos, pero ella, involuntariamente, le hizo dar el primer paso hacia ese maravilloso, sorprendente y atractivo mundo en el que la mujer vive y se desenvuelve, haciendo, sin pedírselo, como acostumbra a ser, que adecuase su caminar al de ella. Y no le desagradó, como nada de lo que a partir de ahora comenzaría a conocer.

Al contestarle Jandro que se dirigía a casa porque no había conseguido encontrar a sus amigos, ella le preguntó que si le importaba acompañarla hasta su colegio, para encontrarse con sus amigas a la salida del mismo y así le explicaran que habían estudiado esa tarde. No le importó hacerlo y caminaron juntos casi sin hablarse; para el chico, hablar con una chica era algo complicado porque si oyendo a sus hermanas en casa nada le interesaba de lo que comentaban, hacerlo con una conocida con la que solo había cruzado algún que otro saludo, le parecía una enorme pérdida de tiempo.

Fue a cruzar la calle para ir directamente hacia el colegio de ella cuando Angus le corrigió.

-No, no cojas por ese lado, mejor por donde yo voy.

-Pero niña, si por aquí se va directo- insistió él mientras seguía su camino.

-No, es que si...- dudó un instante, demasiado pequeño como para que la inocente y simple mente del chico lo notase, y prosiguió –me gustaría pasar por la calle Caracuel para comprar unos caramelos- y mientras le hablaba le tendió la mano al mismo tiempo que esbozó una inocente y picaresca sonrisa. Jandro se paró, se volvió, dobló su cabeza al mismo tiempo que la miraba y, sin entender su propia reacción, retrocedió y se puso a su lado; por supuesto que no le hizo el menor aprecio a la “repelente y blandengue” mano extendida de ella.

El segundo paso dado hacia el mundo de la mujer en una misma tarde no fue suficiente como para llegar a encender algún piloto rojo de aviso en el complicado cerebro del púber e inocente chico. Simplemente lo hizo, eso sí, sin entender por qué.

Tras caminar a lo largo de toda la calle, comprar los caramelos y ofrecerle uno, llegaron a la plaza en la que se encontraba el colegio, pero en la esquina contraria, justo donde, metidos en un portal, Jandro pudo ver a sus amigos en animada charla. De no haber llegado por la calle elegida por ella, no los hubiese podido encontrar, ya que el camino que Jandro había comenzado les llevaba exactamente a la puerta del colegio. Al verlos, la primera reacción de Jandro fue separarse de ella y caminar en su dirección, pero Angus, que en todo lo que estaba haciendo había una intencionalidad oculta, le siguió los pasos.

Al verlos llegar, su amigo Luis salió del portal y empujándole hacia la calle le preguntó.

-¿Tu vienes con Angus?. ¿Dónde te la has encontrado?- le tiraba del brazo mientras le preguntaba. Lo nervioso de sus palabras y movimientos le extrañaron a Jandro que le dio un pequeño empujón y le preguntó en voz algo más alta.

-¿Qué te pasa?. ¿Eres tonto?- al pronunciar estas preguntas con la suficiente fuerza como para que su voz llegase a los oídos de amigos y “chica adjunta”, el regordete rostro de Luis se encendió como las bombillas del portal de la feria, mientras su cara se convertía en una muesca compleja y de difícil interpretación. Sin darle la mayor importancia, Jandro le preguntó -¿Qué hacéis aquí?- comprobando, al mirar hacia atrás, que estaba los cuatro juntos, ya que Miguel Angel también estaba entre ellos; fue él precisamente el que le contestó

-Aquí estamos desde hace una hora…- Joaquín le empujó para callarlo mientras miraba a Luis que, disimuladamente se había escondido de la mirada de la chica detrás de Jandro.

Hubo un instante de silencio durante el que Jandro les miró a todos, excluida lógicamente la chica y, sin esperar más de sus amigos les dijo.

-Yo me voy a casa- y comenzó a andar sin esperar respuesta alguna. Pero la hubo; su amigo Miguel Angel, el más pequeño de edad de todos, salió corriendo hasta alcanzarle y ponerse a su altura.


-Es que a esos tontos les ha dado ahora por vigilar a las chicas y llevamos toda la tarde esperando a que salgan del colegio- Jandro le preguntó sorprendido.

-¿Vigilar a las chicas?. ¿Para qué?. Si con esas no se puede hablar de nada y además, cuando hablas con ellas, las tontas se ponen a mirarte con una cara de cordero degollado y los ojos se le ponen bizcos. ¡Claro, como a esos no les gusta el deporte y se aburren, se vienen a perder el tiempo vigilando si las chicas van del colegio a casa!. ¡Valiente tontería!- y comenzando una rápida carrera, se vuelve hacia su amigo. –A ver quien llega antes. El primero elige si portería o balón.-

Jugaron al futbol en casa de Jandro, como tantas tardes y fines de semana y, alrededor de las siete aparecieron los otros tres. Ni les saludaron; se sentaron en un rincón del patio, alejados del obligado paso de cualquier otra persona que inesperadamente pudiera aparecer, cuchicheando entre ellos.

Finalmente y cansados de jugar, se acercaron los dos deportistas.

-Cada día estáis más aburridos- les increpó Jandro al acercarse. Al oírle, se echaron a reír y Joaquín, indiscutiblemente el más avispado de ellos, le contestó.

-Si, si, aburridos; vosotros dos sois los aburridos que aun no habéis salido del cascaron. Todo el día dándole patadas a un balón redondo para luego correr detrás de él a ver si lo cogéis- se sentaron juntos pero sin decir palabra, esperando oír lo que entre ellos hablaban. Como siempre, Joaquín tomó la palabra.

-Luis, tenemos que decidir quien de los dos sale con Angus, porque como Salva e Irene se gustan- Luis refunfuñó al oírle, no parecía convencerle mucho el tener por contrincante a Joqui. De pronto se le iluminó la cara y le preguntó

-Oye, Joqui ¿Y si salimos una vez cada uno con ella?- por esos derroteros seguía la conversación, en la que cualquier espectador externo podría comprobar la importancia que para ellos pudiera tener la opinión de la chica, cuando Jandro, levantándose, les dijo.

-¿Estáis hablando de salir con chicas en vez de irnos al club juntos?. Pero si las niñas son todas unas plastas y no hay quien las entienda…- Salva no le dejó seguir.

-A ver si te enteras, niñato, que ya es hora que espabiles. Irene me ha dicho que le gustas mucho a Loli y que te convenza para que salgas con ella. ¿Es que a ti no te gustan las chicas?. Lo que hay que hacer por los amigos. Mira, el sábado por la tarde hemos quedado con Angus para que nos encontremos con ellas en el parque; van a ir todas y tú tienes que venir porque si no lo haces y una se queda sola, estropea todo el plan, así que vete pensando si sigues con nosotros como amigo o te vas solo al club a jugar al tenis- no esperaba Jandro aquello y se quedó algo cortado, pensando. Todos le miraban y su mirada se posó en Miguel Angel. Joaquín, como leyendo su pensamiento, le atajó la salida.

-Miguel Angel va a salir con Carmen.


-¡Eso no te lo crees ni tú; si quieres sal tú con ella. Valiente callo!. Además, yo no necesito salir con esas tontas- saltó Miguel como un resorte. Inconscientemente se acercó a Jandro, como para sentirse más fuerte.

-Yo estoy de acuerdo. Tampoco a mi me gusta Loli, está muy gorda, aunque tenga los ojos muy bonitos y, lo de Carmen es para reíros del pobre Miguel. ¿Por qué no vas tú con ella en vez de pelearte con Luis por ir con la tonta de los ojos de ovejita muerta?- Luis, bastante más tranquilo que Joaquín y mucho menos bromista, intervino.

-Es que si no venís, las amigas no querrán hacerlo tampoco y ya sabéis como son los padres de Angus; no la dejarán.

-Pues que no las dejen; nos vamos nosotros al club y nos lo pasamos mejor- intervino Jandro de nuevo.

-Pero es que Angus me ha prometido que si nos vemos en el parque mañana, me dejará que le dé un beso… en la boca- y miró a Joaquín.

-¡¡¡Asccccccc, qué puercos!!!- gritó Miguel- ¡¡¡un beso lleno de babas de una niña!!!- y se puso a saltar como si le hubiese picado una avispa; momento en el que Joaquín saltó sobre Luis como una fiera, echándole las manos al cuello y gritando.

-¡¡¡Eres un cerdo. Eso era lo que tenías que hablar con ella a solas!!!- le dio un empujón y se fue mientras decía –ahora, el que no va mañana soy yo. Que vaya él solo a limpiarle los mocos a esa tonta- y, sin esperar a ninguno de ellos, se fue para su casa.

Allí quedaron los cuatro mirándose mutuamente sin saber qué hacer ni decir. Nunca, hasta ese momento, se habían enfadado entre ellos. Se gastaban bromas, se pegaban amistosamente, a veces se gritaban, pero jamás llegaban al extremo en el que en ese momento se encontraban. “Y todo por una niña tonta que no sabía ni por qué no andaba más rápido”, pensó Jandro.

-Yo me subo a casa y mañana en el cole decidimos qué vamos a hacer el sábado, pero, Luis, tu entiendes que a mi, eso de pasar la tarde en el parque con esa niña, no me apetezca nada y a Miguel menos aun- se quedó pensando viendo las caras de Salva y Luis –bueno, mejor lo hablamos mañana- y, sin darles opción a contestar, se subió a casa.

CAPITULO V: EL TERCER Y ULTIMO PASO

Con trazos extraños define la vida los caminos que cada uno ha de recorrer, imponiéndose hasta a los más asentados y versados criterios, tanto si son de nuestros progenitores como de todos aquellos que dedican la vida a enseñar a quienes no saben y desean saber. Si, tantos años pisando el barro de este miserable mundo para sacar esta única conclusión. Aunque, a veces, la dureza de la vida se torna suave y, hasta temporalmente agradable al sentir de quien es llevado de la mano involuntariamente por dichos trazos. Agradable he dicho, sí, y lo mantengo.

Alguna vez tenía que aparecer entre ellos una pelea de chicos, pero, como pensaba el pobre chaval, “¡No por culpa de una estúpida niña!”. Aquellos dos días de colegio se convirtieron en un ir y venir de Luis a Joaquín, de Joaquín a Luis, pero Joqui no parecía dispuesto a perdonar el atropello premeditado y alevoso que Luis había cometido. Poco lectivas fueron las clases, papelitos arriba y abajo, de pupitre en pupitre, de mano en mano y siempre, la misma piedra, Luis.

La cabeza de Jandro anduvo dando vueltas y volteretas, paseos y carreras hasta que, al final de la mañana del sábado, saliendo del colegio, se le ocurrió la solución. Se acercó a Luis, previa conversación con Miguel y le detuvo.


-¿Tu estarías dispuesto a no estar a solas con Angus esta tarde?.- Siguió sin darle opción a contestar –si me lo prometes, Miguel y yo aceptaremos ir al parque con las niñas, pero con la condición de estar todos juntos- Luis se le quedó mirando detenidamente. Su cabeza daba vueltas y revueltas que, por ahora, Jandro no entendía. Finalmente aceptó.

-De acuerdo, pero Joqui tampoco-

-Ninguno; las niñas harán lo que nosotros queramos, que somos los hombres- ¡Inocente chaval!. Pero, ¿cómo es posible que un futuro hombre llegue a la edad de casi 14 años sin que nadie le haya dicho nada sobre Dios y la mujer?. Pero, ¿por qué la Iglesia se empeñaba en ocultar la más grande verdad: “Dios propone y la mujer dispone”?. Me entran ganas de llorar amargamente cuando evoco estos momentos de la vida de este párvulo, púber e inocente animalito de presa.

¡Dios mío!. ¡Cuantos desaguisados se podrían evitar si alguien nos avisase de tan dura realidad. En fin, sigamos con el relato de aquellos tristes, oscuros y nefastos días de la postguerra y comienzo de la dictadura.

Nada más oír a Luis, Jandro salió corriendo en busca de Joqui.

-Luis me ha prometido que no se quedará a solas con Angus, pero que peleará hasta el final para que ella salga con él. Así que, ya no tienes excusa para volver a la panda. Eso sí, Miguel y yo nos vamos a tragar una tarde que gracias a vosotros…- le puso la mano en el hombro para animarle.

-¿A que hora hemos quedado?- preguntó inmediatamente Joaquín, signo inequívoco de las ganas que tenía de encontrar una solución.

Y quedaron. Y casi una hora antes, Luis y Joaquín, ya amigos como siempre, esperaban a Jandro en el patio de su casa. Llegó Salva y finalmente Miguel y aquellos cinco jinetes de la Apocalipsis, salieron hacia el parque, a su primera cita con unas chicas. No todos llevaban el mismo talante, pero todos, como los mosqueteros, se aunaron y prepararon la forma de hacer que ese primer encuentro fuese una toma de contacto generalizada. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!. Inocentes criaturas, nacidas de vientre materno.

Llegaron al parque, pero no tuvieron que esperar mucho, pronto se dejaron oír las “tontas risitas” de las que, a partir de ahora, se iban a convertir en la obsesión de aquellos pobres inocentes.

Venían corriendo, empujándose unas a otras y Jandro, como el restos de los jinetes, no pudo evitar mirar como aquellas cortitas faldas y expresivos escotes, al correr, saltar o agacharse, dejaban entrever un mundo nuevo pero soñado por los pobres ignorantes. Por supuesto que, todas ellas, al salir de casa vestían largas faldas y blusas abrochadas hasta el último botón bajo el cuello. El milagro de la conversión del “agua en vino” nadie sabe donde ocurrió.

Y se contaron chistes. Y hubo inocentes roces; también se habló de los respectivos colegios y de las artes de cada cual; en fin, una clásica y sencilla forma de romper el hielo para que ellas, de forma disimulada e inocente, fuesen tomando posiciones estratégicas, envidia de los mejores generales del Caudillo; en aquellos años no había otro.

No más de una hora necesitaron las chicas para comenzar los respectivos ataques. Cada una lo hizo a su estilo y aire y Loli, la gordita, hoy se la llamaría maciza, y bien plantada electora de Jandro, optó por las bromas de empujarle, ponerle ramitas en la cabeza, y tantas otras formas que una mujer tenía en aquellos lánguidos años para hacer que él fijase su mirada y mente en ella.

Se complicaron las cosas y en un movimiento inocente e involuntario de Jandro, tocó con sus dedos en lo que debería ser por la edad incipiente pecho pero que, en Loli, ya era mas bien abultado. Aquello lo conturbó y ella, tomando conciencia del momento psicológicamente débil que él pasaba, saltó sobre él, tirándolo desde el banco al suelo y ella cayendo, ¡sorprendentemente¡, sentada sobre su pecho, con sus piernas abiertas y un pie a cada lado de él.

Ante los ojos de Jandro apareció de pronto todo un mundo de nuevas imágenes. Piernas, muslos y al fondo, el color blanco de la pureza tapando el monte de Venus y toda su belleza. Su corazón comenzó a golpearle el pecho, como queriendo romper sus costillas y salir galopando y gritando al viento su nacimiento a la nueva vida. Todo un borbotón de sangre, errando el camino a seguir por culpa de la inexperiencia, subió a su rostro y este, sin poderlo contener, se tiñó de rojo intenso. Loli, viendo su expresión y la dirección de su mirada, rompió a reír mientras, lentamente, se fue acercando a él y pegándose con todo su peso y fuerzas le besó en los labios.

Largo, tan enormemente largo fue aquel primer encuentro con la sensualidad que una mujer es capaz de expresar que, Jandro, creyó haber pasado horas tendido de espaldas sobre la seca hierba del parque, con Loli sobre su cuerpo, enseñándole cuantas maravillas puede esconder la ropa en una mujer y para qué sirven unos labios sensuales y carnosos.

Nunca lo olvidaría. Tanto que, el deporte pasó a ser un “obligado” trabajo semanal, como ir al colegio.

Aquella noche, una imprevista e inoportuna explosión de espermas inundó las albas y hasta entonces puras sábanas de un chico de bien que había dado el tercer y último paso en el maravilloso hábitat donde nacen, crecen, se reproducen y jamás mueren las mujeres.

Dos semanas mas tarde, saliendo del baño de fin de semana, se quedó absorto contemplando como del pubis comenzaban a brotarle fantásticos y negros bellos, aunque la realidad era que solo una insignificante pelusilla medio poblaba su entrepierna.

¡Qué poder tan enorme el de una mujer!. Y alguien me comentó una vez : “Y Dios, arriba, mirando y sonriendo”. En fin…