Vueling

viernes, 22 de septiembre de 2006

EL VIBORAS CAP. 1




EL ENCUENTRO

Un mozalbete de pelo bien soleado y siempre al dos por tres, andaba por su segunda decena, a mitad de camino entre inocencia y pubertad, de buen carácter o, por lo menos, eso creía él.

Aquel verano, encontrándose hecho y derecho, decidió que, ya que sus conocimientos de la naturaleza eran mas que suficientes, su padre, viejo montañés, le había enseñado todo lo que tenía que saber, decidió en soledad y, amparado en la confianza que sus padres tenían depositada en él, recorrer la escarpada vereda que tantas veces había andado con su padre y sus hermanos, hasta la poza de las Buitreras, allá donde le dio a nacer al Guadiaro, en la boca del diablo, bajo el puente del francés.

Amaneció el día y, con él, salió de casa a hurtadillas y en silencio; no eran horas de pregonar las proezas de los héroes y, con la seguridad que dan los años, la experiencia y el saber, tomó el sendero entre juncos; despuntaban ya las siete de aquel agostado mes.

Allá alrededor de las once que sobre el Hacho marcaba el implacable sol, llegó a la boca del diablo y, sin pensar si las aguas eran termales o frías, de hacerlo jamás tomaría la decisión, se desnudó al completo y lanzándose a la poza, comenzó a nadar para cruzar al lado oscuro de la boca del diablo. No dejó de bracear en ningún momento, de hacerlo, la frialdad de las aguas habría paralizado su cuerpo y, casi en un parpadear, se encontró al otro lado. Sonrió al salir del agua; posiblemente era el primer humano que pisaba aquellas piedras y, sabiéndose único ser vivo, se adentró en la cortada.

A medida que avanzaba por la cortada, la luz disminuía, las enormes, rocosas y altísimas paredes que la formaban, se cerraban hasta que en algunos momentos le era imposible andar de frente. Solo le acompañaba el golpear de los cantos rodados que formaban el lecho del río, si es que a aquello se le podía llamar río.

Su andar era lento, más por la miedosa admiración que aquel pasadizo natural le provocaba que por lo incómodo que le fuera el camino. Y, tanto se fue cerrando la ciclópea grieta, que no pudo seguir avanzando ni agachándose bajos los salientes de la granítica mole.

Algo decepcionado por ver terminada su osadía sin llegar a ningún término, ni bueno ni malo, se sentó en el pedregoso suelo y contempló los dos lados del corte, justo donde se encontraba. Pensó.

-Lógicamente, si esto ha sido como consecuencia de un gran movimiento sísmico hace millones de años, que rompió esta enormísima roca en dos partes, los salientes de mi derecha deberían coincidir con senos en mi izquierda- y, sin otro entretenimiento y, totalmente olvidado del tiempo que pudiera llevar en su particular odisea, se dispuso a comprobar su “lógico” razonamiento. En el mismo instante en que intentó ponerse en pié para analizar pormenorizadamente su teoría, oyó un fuerte gruñido al otro lado de la pared que le impedía seguir su camino por la cortada. El susto le dejó absolutamente paralizado. Se encogió de hombros, arrugó sus cuerpo y piernas intentando convertir su cuerpo en un pequeño corpúsculo invisible; no tuvo conciencia de ello, pero sus orejas crecieron dos enormes metros y sus oídos, por primera vez desde el mismo momento de su aparición en este condenado y difícil mundo, comenzaron a percibir escalas sónicas que jamás ser humano alcanzara a oír, pero el absoluto silencio siguió al incomprensible hecho. Mantuvo la atención un enorme y dilatado tiempo, hasta que, convencido de que “aquello” había sido una broma que su tenso estado de ánimo le había gastado, siguió con sus investigaciones, incorporándose de nuevo.

Al hacerlo, pisó los guijarros sueltos y estos, escandalosos de nacimiento, sonaron otra vez en las profundidades de las Buitreras. De nuevo un extraño gruñido sonó al otro lado de la roca. Él entendía que el sonido le llegaba rebotando entre las dos paredes y a través del pequeño espacio que quedaba entre las dos caras. Se quedó quieto y, aunque sus nervios volvieron a tensarse, ya no sintió el pánico de la primera vez. Esperó unos segundos y, agachándose y tomando algunas piedras, se levantó y lanzó una, dos, tres, cuatro... por entre las dos paredes, hasta que, sorprendido, vio como otro guijarro, procedente de la grieta cayó a sus pies.

Fue tal el temblor que le dominó todo su cuerpo que, ni aún haciendo enormes esfuerzos pudo pronunciar palabra alguna, ni conseguir lanzar otra piedra. Paralizado de terror, pensó que era mejor esperar a ver si “la cosa” del otro lado tomaba la iniciativa y, en base a la que tomase, el tomaría, a la mayor rapidez que piernas y cortada le permitieran, el camino de casa sin paradas intermedias ni para tomar aliento.

Siguió un profundo silencio que al chaval le sirvió para recuperar algo de ánimo y de movimientos, ambos perdidos entre los guijarros, no ya del suelo, sino del subsuelo a más de diez metros de profundidad.

-¿Por qué me meteré siempre en embolados que luego me dejan los dientes doloridos de tiritar?- Pensó el chaval, pero, dándose ánimos, comenzó a agacharse para tomar algunas piedras más, cuando, como si quien o que fuere supiese o viese sus movimientos, se adelantó a él y, con suavidad pero con suficiente fuerza, le llegó a los pies un nuevo guijarro. Le devolvió el guijarro, no sin antes hacer un enorme esfuerzo para contener el temblor y poniéndose en posición de salida de los cien metros lisos en final olímpica.

De nuevo un largo silencio y al rato sonó el guijarro de vuelta. Viendo el chico que aquello podría convertirse en una larga y apática partida de ping-pong, se decidió a preguntar.

Abrió la boca, tomó aliento y con intención de aparentar ser un hombre ya mayor, intentó emitir ¿Quién está ahí?, palabras que antes de salir, debieron diluirse como miel en el paladar de su boca; sin embargo, él se oyó, y hasta le pareció que su voz había quedado muy convincentemente adulta; cosas de la imaginación, diría Freud. Lógicamente esperó contestación y, al no haberla, de nuevo comenzó el temblor, porque, -“quien no habla... ¿Cómo sé yo que razona? Y si no razona...”, y de nuevo sus piernas comenzaron a fallarle y sus manos dejaron caer las palabras que había recogido del suelo para comunicarse.

Los silencios que se producían, inconsciente de que fueran o no intencionados, le servían para recuperar fuerzas y ánimos, sobre todo los segundos, que tenían la virtud de desvanecerse en el aire como las matinales nubes de un verano lluvioso. Pero los tiempos muertos son demasiado cortos cuando la indecisión nos cubre como los nubarrones otoñales y, sin avisar, una voz, tan avejentada y lúgubre como las rocas que le rodeaban, surgió de los abismos infernales o eso le pareció al chico, dado el estado en que se quedó al oírla.

-¿Me oye?- el hilo de voz que en realidad sonó, mas bien parecía proceder de una persona en un alto estado de debilidad, pero al chaval le sonó como el grito que dan los dioses en las alturas, al despertar de un sueño y antes de descargar sus vejigas sobre la tierra. Movió la cabeza afirmativamente varias veces y, posiblemente hubiese seguido con ese mecánico movimiento hasta el final de lo siglos, si de nuevo la voz no hubiese sonado a través de la grieta de las rocas.

-¿No me oye nadie?- miró hacia arriba y acercó su cara a la estrecha abertura que tenía delante; de pronto, dando un enorme salto sobre sí mismo, recordó que a sus espaldas había dejado un camino expedito y desprotegido para la llegada de cualquier indeseable. Al comprobar que nada había que temer por la retaguardia, se volvió de nuevo a la grieta, sintiendo que su estado febril se estabilizaba y, tomando aire, contestó.

-Si, le oigo- sonó tan débil que ni él mismo tuvo seguridad de haberlo dicho y repitió, esta vez con algo más de energía. –Si, le oigo- sonrió al oírse y sonarle bien.

-¿Me puede ayudar? No puedo moverme de aquí- prosiguió la voz.

-¿Como?, ¡si no se puede pasar!- contestó mientras miraba con atención las dos caras de la roca que le rodeaba. – Mire hacia arriba y entenderá- le sonó a oráculo divino dando indicaciones jeroglificadas, pero, inocentemente animado por la petición de ayuda que le hacían, el chico buscó algún extraño indicio que las rocas le ofrecieran para entender el significado del oráculo. Observó los pequeños salientes que la rotura había dejado en los puntos más duros de la composición de la roca y empezó a entender. Buscó un apoyo cercano al suelo y, en ese preciso instante, tomó conciencia de que, para cruzar la poza, se había quitado toda la ropa y que, en su bajo vientre, quedaban al descubierto los minúsculos restos de lo que aquella misma mañana, ante el espejo, habían sido su admiración y orgullo. El miedo, todos lo sabemos, retrae y concentra nuestras potestades a dimensiones impropias de cualquier hombre que se precie. Retirando inmediatamente sus manos de las paredes, las colocó a modo de protección y ocultación de la ridícula perspectiva que desde sus ojos podía contemplar. Reaccionando a la velocidad de cualquier cerebro joven y despierto, le explicó a la voz.

-Perdone, es que me he olvidado de algo y voy a buscarlo. Ahora vengo – y sin dar opción a réplica alguna, salió corriendo en dirección a la poza. Se golpeó con varios salientes, trastabilló en varias ocasiones y hasta se golpeó el pulgar del pié derecho, con suficiente fuerza como para paralizar a un hipopótamo en plena carrera, pero era tal su excitación, era tan imprevista y apetecible la posible continuación de su odisea, que nada le retuvo. Llegó sudando ya que, aunque el sol nunca alumbró ni alumbrará aquellas profundidades, era verano y a las dos de la tarde, en plena serranía de Ronda, en aquella cortada por donde ni el aire era capaz de pasar, la temperatura superaba los cuarenta grados. Además, la enorme carrera que se había dado para no hacer esperar a su improvisado y enigmático desconocido, le produjeron tal sofoco que, al lanzarse al gélida agua, su cuerpo agradecido se relajó completamente; sintió como el agua aliviaba su estado nervioso y a una velocidad que ni él mismo hubiese podido igualar, cruzó a nado los más de cien metros que había entre las dos orillas.

Tomó calzado y ropa y, sin pensar como hacerlo, se lanzó de nuevo al agua; con el brazo izquierdo en alto para evitar que se mojaran ropa y zapatillas de esparto, nadó como pudo hacia la boca del diablo. Vistiéndose, salió corriendo hacia su particular encuentro con lo que para él era en ese momento y sería para el largo futuro que le esperaba, este relato lo demuestra, una de sus mayores experiencias. Jadeando, sudoroso pero ilusionado, llegó de nuevo a la angostura de la cortada y gritó:

-Ya he vuelto, oiga. ¿Me oye?- esperó apoyado en las rocas, intentando recuperar aire y aplomo.

-Ya le oigo, ya, pero no grite, a las rocas no les gusta que se las moleste. – el chico miró hacia arriba, esperando encontrar unos ojos justicieros y unos labios imponiendo silencio absoluto. Al instante oyó como unos repiqueteantes golpecitos comenzaban a sonar en la cortada; segundos después, vio caer al suelo un pequeño trozo de roca. Sus ojos, olvidándose de todo el valor acumulado con la carrera, el doble baño en hielo, cansancio y la maravillosa odisea que le esperaba, se quedaron petrificados, mirando fijamente el pequeño guijarro caído desde arriba. Lentamente y en absoluto silencio, fue pegando su cuerpo a una de las paredes, hasta casi quedar absorbido en el natural e irregular contorno de la roca. No, no volvería a gritar, no fuera a ser que aquella mole se enfadase con él y...

-¿Sigues ahí, zagal?- preguntó de nuevo la voz. Dando un enorme respingo, volvió a la realidad y, como un hilo de seda se desenreda del capullo de la crisálida, su voz trémula e inocente se dejó oír.

-¡Sí, sí, sigo aquí; pero no grite, señor, que ya se han enfadado allí arriba!- un doloroso intento de carcajada sonó como un trueno en la cortada. Algunas pequeñas piedras rodaron cortada abajo. A medida que caían, sus impactos eran más fuertes y el sonido crecía hasta parecer que todo aquello se venía abajo.

Tanto tiempo en tensión, tanto pánico a lo desconocido acumulado, tanta situación de potencial riesgo, pudieron con la débil coraza de fortaleza con la que el chico se había protegido y, saltando en mil pedazos, comenzaron a salir por los lagrimales de sus pequeños ojos. Acurrucado, en silencio y con los ojos cerrados y húmedos, Alejandro se quedó quieto sobre los guijarros que a lo largo de siglos habían servido de colchón a las aguas del Guadiaro. A veces, hasta los más grandes héroes, tienen un momento de humanidad, pero, a diferencia de los demás, se recuperan rápidamente de ellos.

Sobreponiéndose a la peligrosa situación y comprobando que ya no caían los pequeños trozos de roca, sorbió todas sus lágrimas por la nariz y de un manotazo deshizo las huellas que estas habían dejado en sus mejillas; se incorporó y le habló a la voz.

- Voy a pasar. ¿Hay que escalar mucho?- esperó la contestación mientras buscaba los primeros apoyos para sus pies, ya calzados.

- No hijo, como a tres metros del suelo encontrarás un hueco por donde pasar a este lado- y tomando aire para proseguir la explicación- no te preocupes, no hay peligro, yo lo he hecho muchas veces-. Efectivamente, poco tuvo que esforzarse; las dos paredes estaban tan cercanas que más trabajo le costaba pasar entre los salientes que encontrar apoyo para sus pies y manos. A medida que subía, la separación entre las dos paredes aumentaba y pronto vio que su cuerpo pasaba de aquel angosto punto. Subió un poco más y avanzó hasta que, mirando hacia abajo, vio al fondo una extraña figura que le hacía señas con una mano.

No era la heroicidad una de las virtudes del chico, pero también es cierto que la vida, hasta esos momentos, nunca le había puesto en situación de demostrar si formaba o no parte de su ser; la prudencia sí o, al menos, así se lo habían dicho sus padres en alguna ocasión. Lo cierto es que, hasta ahora, quien fuere el ser que se encontraba allí abajo, no había mostrado señales de querer hacerle daño alguno y, no teniendo experiencias negativas que le pudieran avisar, comenzó a bajar hacia la voz.

A medida que la distancia al fondo disminuía, las formas se definían y, aquella “cosa” de donde emanaba la voz, se hacía cada vez más incomprensible para el joven aventurero. Cuando, viéndose lo suficientemente cerca del suelo, se preparó para saltar, de nuevo la voz, suave pero autoritariamente le detuvo.

-No intentes saltar zagal, los movimientos bruscos no nos gustan a los que vivimos libres. Baja con suavidad y hazlo todo disfrutando cada paso- tomó aliento- pero no te pares, llevo demasiado tiempo aquí y me voy convirtiendo en roca.- Fue en ese momento cuando el chico tomó conciencia de la fuerza que le empujaba hacia la misteriosa persona que le hablaba; era su voz y el tono con que le hablaba; era como un imán que le atraía poderosamente. Su voz profunda y tierna, dolorida y autoritaria, segura y paternal. Andaban sus pensamientos descifrando los motivos cuando oyó a sus espaldas un silbido potente y amenazador; al ir a girarse para saber de donde procedía, de nuevo sonó la voz.

-No te vuelvas, hijo, confía en mí y mírame a los ojos mientras me acercas tus manos- extendiendo las suyas y doblando algo su cabeza para mirar detrás del chico- deja ya de amenazar, Bala, viene a ayudarme. Cuando consiga sacarme de aquí, tendréis tiempo de conoceros.

Alejandro, confiando plenamente en sus palabras, extendió sus manos hacia las de él. Al hacerlo y mirárselas, tuvo que contener un primer impulso de rechazo. Nunca recordaba haber visto nada parecido. Cuando en una ocasión visitó el zoo de su ciudad, el Tempúl, pudo ver las enormes y negras garras de un oso enfurecido con su pareja, recuerdo que en aquel momento le vino a la mente. Se dejó tocar por aquellas manos cuyas uñas, enormemente largas y sucias le arañaron su piel, ahora doblemente blancas, no sé si por comparación con las otras o por que su sangre, coagulada por el terror que estaba sufriendo, ya no circulaba hacia sus extremidades.

-¡Vaya! Veo que eres joven y de ciudad. Piel de mujer, pero corazón de jabalí- le sonrió con cierta tristeza. Al hacerlo, mostró unos dientes tan enormes y sucios que los vellos de la piel, como los soldados de un campamento al toque de diana, se pusieron tiesos y en formación. –Creo reconocerte. ¿Eres uno de los chicos que todas las mañanas de los veranos, recorréis los senderos de las buitreras?- sostuvo las manos del chico entre las suyas, como queriéndole transmitir confianza- Me gustáis, os veo de lejos disfrutar del monte sin estropearlo. Pero, ayúdame ahora que, ya luego, tiempo tendremos para contar historias. Hace unos días, al entrar y posiblemente por culpa de mi torpeza y la vejez que me acompañan, puse mal mi pié en el apoyo y se quedó aprisionado entre estas dos rocas- le habló mientras su mano izquierda acercó la derecha del chico hasta su pierna. Al tocarla, Alejandro comprobó que a la altura del tobillo, la pierna de aquel hombre estaba empotrada entre dos rocas, mientras sentía como la mano del hombre se posaba sobre su cabeza. Algo más tranquilo se fue agachando despacio para comprobar donde se había quedado encajada. No intentó moverla, solo comprobó con los dedos; al hacerlo, el hombre emitió un suave quejido, e inmediatamente suspendió la presión. Cuando retiró la mano, se dio cuenta que la tenía llena de una pasta oscura con un fuerte y desagradable olor. Miró al hombre y este, sonriendo se explicó.

-Pero chico, que quieres que haga, llevo aquí varios días sin poder moverme. No creas que a mi me gusta estar así pero, si me sacas, verás como lo arreglo- y cogiendo su mano de nuevo le preguntó -¿Podrías tu solo sacar mi pié de ahí?-

-No lo sé señor, antes tendría que ver como está encajada y así no puedo hacerlo. ¿Le importa que vaya a buscar agua y limpio un poco la pierna para ver mejor?- los escondidos ojos que tanto le hipnotizaban, le miraron fijamente un buen rato. –Vamos a ver si las cosas funcionan. Para poder ir por agua, necesitas volver a salir y para hacerlo, debes moverte como se mueven los juncos al viento, como crece la hierba, despacio, seguro de ti mismo y sin miedo.- Tomó de nuevo aire y siguió explicándole al chico. -¿Sabes que el miedo huele? ¿Sabes que el miedo se transmite a través del aire y todos los que viven en el campo lo notan?- el chico, como hechizado, le oía hablar sin mover un solo músculo de su cuerpo. ¿Le estaba diciendo aquel hombre que no debía sentir miedo? ¿Por qué? y como leyéndole el pensamiento –Lo que vas a ver ahora, hijo, ni te debe preocupar, ni te debe producir miedo, porque, si lo demostrases, yo no podría hacer nada, por eso quería que me sacases la pierna antes de todo. Le unió las dos manos y le dijo.
- Oyeme atentamente. Ahora voy a hablarle a alguien que tú no conoces, pero no te vuelvas hacia él hasta que yo te lo diga y, cuando lo hagas, hazlo despacio e intenta no tener miedo. Si lo haces así, verás como os hacéis buenos amigos. ¿Estás seguro de poder hacerlo?

- No, señor, pero mientras que no sepa de qué me habla, no creo tener miedo alguno.- pensando más detenidamente le preguntó. -¿Para coger agua no tengo que volver a subir para ir hasta la poza del Diablo?

-El agua está a tu espalda, tanta, que llenaría el valle de abajo si pudiera salir. Pero, ahora conocerás un lugar que muy pocos han podido conocer. Allí encontrarás un balde para traerla, pero, no lo olvides, confúndete con las cosas del campo o sé más rápido que sus ojos. Esto último creo que no lo puedes conseguir.- y dejando de mirarle, volvió sus ojos hacia la espalda de Alejandro y le habló a su amiga

-Bien, Bala, déjale pasar que es nuestro amigo y le necesito para salir de aquí. Cuando me saque, los tres nos iremos a lavar y nos conoceremos- soltando lentamente las manos del chico le dijo –No lo olvides, lentamente y sin miedo, vuélvete y conoce a Bala, pero no te muevas de donde estás. ¿De acuerdo? Por cierto, chaval. ¿Cómo te llamas?-

-Alejandro, aunque en casa me llaman Jandro.

-¿Ves Bala?, se llama Jandro. Mira Jandro, esa que está ahí saludándote es Bala- y le presionó para que se volviese. En ese mismo instante oyó el silbido de nuevo, pero esta vez es como si lo emitiera él mismo. Había oído tantas veces ese silbido que no necesitó verla para saber que, a sus pies y tan cerca que jamás pudiera creer que eso fuera posible, se encontraba en posición de defensa una víbora hembra. Tener esa certeza por su hocico respingón y su porte, si las enseñanzas de su padre eran correctas, no le servirían para nada si le mordía porque, aunque llevaba siempre con él la navaja, no tenía con qué hacerse el torniquete para parar la entrada del veneno. Admirado, tomó conciencia de lo que estaba pensando ante una situación extrema y prosiguió en la búsqueda de las enseñanzas recibidas, no sin antes decir con una voz que más se acercaba a un susurro al oído de un bebé durmiente.

-Hola, señora Bala. Me alegro conocerla, pero, no silbe tan fuerte que las rocas de ahí arriba se van a enfadar de nuevo- y recordó las palabras de su padre: “Recordad, hijos, nunca las dejéis sin salida, ni os mováis rápidos en ningún sentido, pero tampoco dejad de mirarlas a la cabeza porque dicen que, mientras la balancean, no lanzan el ataque” y el chaval, sorprendentemente, comenzó a moverse lentamente dando la espalda a la roca más alejada de la serpiente. Ella le siguió con la vista, pero no movió su cuerpo un milímetro. En esa situación oyó de nuevo la voz del hombre.

-Lo estás haciendo muy bien, chico, pero, mientras ella no mueva su cuerpo, no debes de confiarte. Avanza despacito que cuando distes lo que su cuerpo mide, ya no ataca- y dirigiéndose al animal –Bala, veo que empiezas a llevarte bien con.... –y titubeó unos instantes –eso, Jandro.- Pasado el peligro, el chico siguió andando lentamente cortada adelante, mirando pequeños agujeros, recodos, sombras o cualquier otra posibilidad de sorpresa. A unos veinte pasos comenzó a oír como el agua golpeaba contra las rocas y, olvidándose de la serpiente y los posibles peligros, se acercó lentamente al recodo que ante sus ojos formaban las rocas, bastante más separadas entre sí en esta zona de la cortada. Efectivamente, al girar junto a una enorme piedra que, en tiempos remotos debió caer desde la parte superior de la cortada, apareció ante sus ojos una de esas sorprendentes maravillas de la naturaleza que raras veces en la vida se pueden ver. Como a unos treinta metros de altura, se podía ver una enorme grieta y de ella, como la sangre mana de una herida, caía hasta sus pies aquel pequeño salto de agua; pequeño por el volumen de agua que manaba de la grieta, ya que la altura era bastante considerable. Toda la superficie de la roca en contacto con el agua se encontraba tapizada por líquenes y algas, ocres, amarillas, rojas y recubiertos por una película fina y transparente de agua cristalina que, como perlas de un collar roto, se deslizaban por el tapiz con que la naturaleza había decorado el lugar, hasta caer en una poza formada por varias rocas.

Junto a una de las rocas vio caído un cubo de madera, tan deteriorado y viejo como el hombre de la voz y, cogiéndolo lo sumergió en el agua. Al intentar sacarlo, el enorme peso del cubo lleno de agua hizo que se le escurriera de las manos. Lo cogió de nuevo, vaciándolo hasta la mitad y salió en dirección al fondo de la cortada.
A mitad del camino tuvo que dejar el cubo en el suelo para recuperar resuello. Miró hacia el hombre y buscó inconscientemente el lugar donde anteriormente estaba la víbora, pero no logró verla. El viejo le miró y sonriendo le dijo

-No te preocupes, hijo, ella sí te ve a ti. Pero ya sois amigos- y recostó su cabeza sobre la roca que tenía detrás. El chico se apresuró al verle. Había olvidado la gravedad que pudieran tener las heridas del hombre y, prosiguió su camino. No hubo rincón, hueco, grieta u oscuridad que sus ojos no escrutaran, pero la víbora había desaparecido y eso le tranquilizó.

-Voy a echarle agua sobre la pierna para limpiarla un poco....

-Espera, Jandro. Primero dame de beber que no la pruebo hace días.- Al acercarle el cubo, el viejo metió toda su cabeza dentro de él y comenzó a beber, produciendo unos sonidos tan grandes y desagradables que el chico pensó que se estaba ahogando. Cuando terminó de saciar su sed, sin devolverle el cubo al chico, lo derramó sobre todo su cuerpo y, vacío se lo devolvió. –Hijo, es que me picaban hasta los pensamientos. Trae un poco más que, con todo lo que llevo encima, creo que vas a tener que hacer varios viajes. Jandro tomó el cubo y volviéndose, fue a comenzar una pequeña carrera cuando le oyó de nuevo. –No lo hagas, zagal, en el monte nada ni nadie tiene prisa y los movimientos rápidos no nos gustan- como un poste del antiguo tendido telefónico, se quedó el chico al tomar conciencia de la barbaridad que iba a cometer, incluyendo cubo colgado de su mano en ridículo balanceo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

hola Alejandro. Un fuerte abrazo

Boscán

Lorenzo dijo...

Hola Jandro soy Enzo.
Tienes razón aquello era algo único y maravilloso.
No recordaba esta historia tuya y aún me queda alguna duda al respecto: ¿de veras que las víboras aquellas no me atacarán?
Lo que sí recuerdo de una manera molesta es del despertador tan natural usado por nuestro querídismo padre, y también de que yo no era tan respetuoso como tú y alguna vez le valió algún almohadazo, justificado por lo adormecido de mi consciencia.
He planeado mil veces realizar de nuevo el recorrido desde el Colmenar hasta la poza del diablo, pero no lo he hecho aún. Y en confianza no creo que lo haga, eso ya pertenece al baúl de los recuerdos, hermosos recuerdos desde luego.
Pero sí, en otras excursiones por otros paisajes, recuerdo la ilusión de los ojos de mi padre admirando esas bellezas naturales y consigo tener el mismo espíritu que tenía en los valles profundos de estas magníficas tierras de la serranía rondense.
Un abrazo zagal y recuerda debes estar siempre orgulloso de esa parte de nobleza que adornan tus entrepiernas.

Anónimo dijo...

Vaya, vaya y que tenga que llegar una a la treintena para conocer estas historias de la infancia de su tío... Bueno, contando que mi padre tampoco la recordaba, no es de extrañar, ¿no? Un saludo, tío Jandro.