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miércoles, 2 de diciembre de 2009

EL CRISTAL VERDE CON QUE SE MIRA


EL CRISTAL VERDE CON QUE SE MIRA


Llegó un nuevo invierno. Y lo hizo como acostumbra, sin previo aviso, dándole a mi adorable otoño con la puerta en las narices. ¡Ah! Es duro hasta entrando en escena. Pero no me ha de arredrar pues a mi edad, aún me quedan redaños y algún as en la manga… Ya saben ustedes lo que esos, tan típicos y tan certeros refranes que llenan la vida de nuestra España, dicen: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo” y yo, que de diablo lo tengo todo, edad, saber, gobierno, rabo y cuernos… ¡Bueno! Estos dos últimos apéndices mejor dejarlos en una dudosa incertidumbre; al fin y al cabo no todos los demonios tienen que tener las mismas “virtudes”. Pero, perdonadme, que me voy derrapando en las curvas de mi inseguro caminar.
Quería hablar de este invierno. Es otro más, lo sé, como sé que también podría ser el último. ¡No!, no dramatices tus pensamientos al leerme. Hay que tener siempre los pies en el suelo. De vez en cuando levitar, sí, pero sin exagerar el vuelo que luego las caídas son muy dolorosas. Y me abrigo bien, sobre todo con prendas muy ajustadas, que un buen diablo es conocedor de que mas abriga una fina prenda ajustada que un grueso jersey muy suelto. Yo, por si los refranes fallan, me he puesto ambos y, sobre ellos, para cubrir mi timidez, un buen abrigo de paño. Y salgo a la vida.
No elegí ni fecha ni hora, solo la voluntad de hacerlo y, al mirar al cielo observo que me tocó un buen día. Frío, sí, como el corazón de un viejo, pero lleno de luz y de fuerza, tanta, que he decidido andar algo mas y acercarme al parque. Está algo lejos, lo sé, y puede que al llegar mis piernas tiemblen de miedo; de miedo de no alcanzar algún banco donde descansar estos pesados huesos que soportan mi alma. Y me lanzo sin complejos.
¿Habrá llegado ese viejo? Os preguntaréis algunos. Pues llegué, llegué y entero; me senté en un frio banco y ahora, sonriendo, observo.
Me gustan estos altos y fuertes árboles que adornan mi parque; son de hoja perenne, sí, verde intenso todo el año, con un color esperanza que da sombra en el estío y calidez en estos tiempos. Y he nombrado a la esperanza, como no. Aún a mi edad esa palabra existe; no como en las hojas de los árboles, buscando la pervivencia; esa no, que ya he vivido tanto que se me olvidan hasta los amores, los sufridos y los deseados. Mi esperanza ya solo la fundo en esa necesidad que tengo de saber. Si no, ¿hacia donde crecen estos gigantones vestidos de verde ilusión? ¿Qué buscan por esas alturas? ¿Es que hay algo más que aún no descubrí?
No creáis que yo espero algo después de la muerte buscando la inmortalidad. ¡Por favor! ¿Acaso no he soportado ya suficientes vivencias? ¡No! Quisiera que después de soltar la carga que soporto, hubiese una oportunidad para entender; sí, solo quiero entender para qué hemos aparecido en este mundo. Porque no acepto que la aleatoriedad de una evolución caótica haya conseguido fabricar una mente pensante. Demasiado complejo hasta para este enormísimo pero inánime universo. El panteísmo se lo dejo a los fenómenos como Einstein; yo soy algo más simplón y con una pequeña voluntad suelta por esos etéreos espacios, ya me doy por satisfecho. Eso sí, que antes de desaparecer para siempre, tenga a bien enseñarme como funciona todo esto. Una vez sabido, yo le diría: “Y, ahora, déjame descansar en paz” Y me perdería para siempre en el olvido.
Y levanto la vista y les miro. Fuertes como la voluntad; flexibles como la bondad; intensos como el amor; así son los árboles de mi parque, pero hablarles no les hablo, que luego, cuando se levanta la suave brisa, van cuchicheando de hoja en hoja y, al día siguiente estoy en boca de toda la ciudad. Sí, ¿no os habíais dado cuenta? Los árboles son los “corre ve y diles” de la ciudad. Los que a la chita callando, con eso de que ellos siempre están ahí “porque como no podemos movernos”, se van enterando de todos los chismes y con dos soplidos de brisa, airean hasta sus propios secretos.
Y, por hoy, ya no os cuento más, que con tanto hablar, al final sabréis tanto como yo, y eso que no sé nada. Ya me levanto y me voy, ya, que se me están quedando las posaderas como un carámbano.

2 comentarios:

Mª Rosa Rodríguez Palomar dijo...

Un texto precioso del que me ha sorprendido ese secreto que has
desvelado de los árboles "correveidiles", autores de los dimes y diretes, de dispersar por el aire los suspiros enganchados en sus hojas de los enamorados que, bajo su sombra,se hablan y se aman.

Quizás el Paraíso prometido sea un lugar de entendimiento, entender y comprender el sentido de la vida, el principio y el fin, quizás nuestros Paraísos dependan del color del cristal con que se esperen, y puede que no haya dos Paraísos iguales, ¡no lo sé!, lo que sí sé es que no te perderás en el olvido y, tengo la secreta esperanza de que yo tampoco...mientras existamos en la memoria de quien nos ama.

Un abrazo

Incongruente dijo...

Gracias, Shikilla, por tu visita, pero, mujer, no me devuelvas lo que de por sí para mí ya es un disfrute, como leer tu blog. Que tengas mucha suerte en tu nueva vida y, como ya te dije, ¡a por todas! Un abrazo