Tarde de Julio en el sur; hora de toros y solana. Como en procesión, saharianas blancas y tostadas sobre pantalones de tergal a mil rayas y rematados por sombreros de paja, colocados según genes y vivencias, van entrando en el mausoleo.
Puertas para gigantes abren la marmolada del palacio moro que fue, hoy merendero de reconocido prestigio y lugar de reunión de los señores del pueblo. Casino quizás, aunque abierto a todos.
Suenan al entrar los tacones de cuero de los blancos zapatos, unos de piel, otros de arpillera, según comodidad o sudor, quedando perdidos en el marmóreo espejo que suelo, paredes y columnas forman el fresco mausoleo.
Y sobre ellos no está el cielo; cubre el enorme patio una montera de plomo, vidrio y hierro. Invento de aquellos moros que durante tantos años poblaron y disfrutaron estos predios. Entra la luz, pero no el calor, ni el agua, que ya está dentro, pero donde debe estar, correteando entre el mármol, regando flores y plantas y cantándoles una nana a aquellos que, merendada la tarde, descansan sus cuerpos.
Patio andaluz de flores lleno, de mármol puro, de uso árabe, regado por rectilíneos canalillos por donde el agua corre despreocupada, transparente y fresca, humedeciendo el ambiente; única con derecho a sonar en el silencioso mundo del mausoleo. Entre columnas y parterres, mesas de mármol y hierro; sillas hamacadas donde sentar el calor y, descansado el sudor, refrescar la garganta con infusiones de té verde mandarina, espíritu de arándanos, té rojo africano o indio, té de kombucha; café de Colombia o Brasil, Mozambiqueño o Porteño; manzanilla, camomila que aromatiza el patio, hierbas tepache o kéfir de agua; también se puede servir carcadé de hibisco. Y como no, té verde a la menta, quizás dejado por los moros que moraron aquellos tiempos. Tantos aromas juntos, tan densos que adormecen la memoria, relajan los viejos músculos y ceden los cansados párpados, como las viejas persianas de los vencidos balcones de los caseríos que antaño fueran mansiones.
Sobre las mesas y al alcance de sus apetitos, bandejas repujadas de plata, que protegidas por hermosísimos paños de encaje, portan pastas y bombones, dátiles y frutos secos, pequeños, fáciles de comer, que no hay que cansar al “Señor”, las tardes no son para eso.
Algún periódico suelto, ocultando losetas de mármol rotas, caídos de manos muertas, adormecidas por el aroma, la edad y el silencio.
Y así transcurre la tarde, lenta, liviana, lánguida, sin esfuerzo; esperando que las horas vayan minando la fuerza y la luz del implacable sol del verano andaluz, soportable porque, antaño, unos moriscos sabios inventaron un lugar donde merendar las tardes del estío sureño.
Puertas para gigantes abren la marmolada del palacio moro que fue, hoy merendero de reconocido prestigio y lugar de reunión de los señores del pueblo. Casino quizás, aunque abierto a todos.
Suenan al entrar los tacones de cuero de los blancos zapatos, unos de piel, otros de arpillera, según comodidad o sudor, quedando perdidos en el marmóreo espejo que suelo, paredes y columnas forman el fresco mausoleo.
Y sobre ellos no está el cielo; cubre el enorme patio una montera de plomo, vidrio y hierro. Invento de aquellos moros que durante tantos años poblaron y disfrutaron estos predios. Entra la luz, pero no el calor, ni el agua, que ya está dentro, pero donde debe estar, correteando entre el mármol, regando flores y plantas y cantándoles una nana a aquellos que, merendada la tarde, descansan sus cuerpos.
Patio andaluz de flores lleno, de mármol puro, de uso árabe, regado por rectilíneos canalillos por donde el agua corre despreocupada, transparente y fresca, humedeciendo el ambiente; única con derecho a sonar en el silencioso mundo del mausoleo. Entre columnas y parterres, mesas de mármol y hierro; sillas hamacadas donde sentar el calor y, descansado el sudor, refrescar la garganta con infusiones de té verde mandarina, espíritu de arándanos, té rojo africano o indio, té de kombucha; café de Colombia o Brasil, Mozambiqueño o Porteño; manzanilla, camomila que aromatiza el patio, hierbas tepache o kéfir de agua; también se puede servir carcadé de hibisco. Y como no, té verde a la menta, quizás dejado por los moros que moraron aquellos tiempos. Tantos aromas juntos, tan densos que adormecen la memoria, relajan los viejos músculos y ceden los cansados párpados, como las viejas persianas de los vencidos balcones de los caseríos que antaño fueran mansiones.
Sobre las mesas y al alcance de sus apetitos, bandejas repujadas de plata, que protegidas por hermosísimos paños de encaje, portan pastas y bombones, dátiles y frutos secos, pequeños, fáciles de comer, que no hay que cansar al “Señor”, las tardes no son para eso.
Algún periódico suelto, ocultando losetas de mármol rotas, caídos de manos muertas, adormecidas por el aroma, la edad y el silencio.
Y así transcurre la tarde, lenta, liviana, lánguida, sin esfuerzo; esperando que las horas vayan minando la fuerza y la luz del implacable sol del verano andaluz, soportable porque, antaño, unos moriscos sabios inventaron un lugar donde merendar las tardes del estío sureño.
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