Cuentan que era extraño en casi todo; huraño, de fuerte carácter, dado a observar en silencio, porque en silencio vivía, entre libros y viejos recuerdos. De edad tan difusa que nadie aseguraba saberla. Su poco pelo perdido en la inmensidad de su cráneo, de tal magnitud y proporción que, de haber usado el cerebro, otra historia se contaría de su pueblo, de su país, hasta del propio universo pero, dejémoslo ahí. Pies zambos y mas bien planos, calzados con botas altas siempre, como un segundo pellejo adherido a su figura desgarbada, mas bien rota, quizás por el peso de sus pensamientos, o no. Sus manos como garras, parecían ser de oso más que de gorila, no sé si por las uñas o por la suciedad que portaban; otra segunda piel que le protegía de insectos y hasta de la vida.
Y aun así triste era su figura que, orgulloso, acostumbraba a lucir día a día por las calles, por la estación, por la plaza del Consistorio; eso sí, sin que nadie lo entendiese, rehuyéndole el contacto, la mirada y hasta el común aire que los cristianos comparten con todos los demás mortales.
Ocurrió como siempre pasan las cosas, sin avisos previos, sin sonidos de trompetas que alegre o tristemente alerten al pueblo llano que algo importante está viniendo. El no andaba por las calles en esos momentos; otros sí, comprando, bebiendo en los bares y comentando el partido de fútbol del fin de semana pasado, o simplemente yendo o viniendo. Se oyó una enorme explosión que llegó hasta los oscuros rincones de la cueva horadada bajo su enorme vivienda, donde la triste figura acostumbraba a cultivar sus champiñones. Enderezó en lo que pudo sus corvado cuerpo y, lanzándose en singular carrera salió a la calle.
Al llegar a la plaza, ya otros le habían precedido y como contemplando la levitación de una aparición mariana, bocas abiertas, sobre ellas las manos, observaban paralizados la fachada de una de las casas, en cuyos balcones de la planta alta se encontraban tres pequeños llorando. Detrás, aparecían y desaparecían las llamas de un enorme incendio. El humo dado en salir por todos los huecos que la vieja vivienda de tres plantas, alertaba a los viajeros más alejados que no pudieron ser avisados del comienzo del espectáculo con la inicial explosión.
No se entretuvo en pensar; ni era su costumbre ni, posiblemente, su mayor virtud y, lanzándose con su enorme mole a la fuente de la plaza, salió empapado hacia la casa. Reventó la puerta de entrada de un solo golpe y se adentró en ella, perdiéndose entre la penumbra y humareda que la inundaban. Todos, paralizados por el estupor, el miedo y, sobre todo, la cobardía, miraban con esa sádica mirada que los seres humanos acostumbramos a contemplar la desgracia de los demás, la “estúpida” reacción del pobre “despropósito”.
No tardó mucho en aparecer en el balcón donde los niños lloraban. Cogió en brazos a los dos pequeños y le indicó al mayor que se agarrase a su espalda. No pudo ser, nada mas dar un paso hacia el interior, donde las llamas ya rodeaban el hueco del balcón, se descolgaba el pequeño, cayendo al suelo. De nuevo al balcón y, dejándole en el suelo, comenzó su carrera con los dos chicos en brazos. No tardó en aparecer en la puerta y, soltándolos casi con brusquedad, volvió al interior. Cuando su figura apareció de nuevo en el balcón, las llamas habían prendido en sus ropas y, tomando al pequeño en sus brazos, miró hacia dentro. Lo intentó una, dos y hasta tres veces hasta que una nueva llamarada le abrasó literalmente la espalda y el poco pelo de su monumental cabeza. No soltó al niño y, apretándolo contra su pecho, dio un salto y se lanzó al vacío.
Cayó de espaldas y sobre su estómago, colchón que amortiguó la caída, el pequeño.
Cuando se acercaron a ellos, el niño aturdido se levantó. Del pobre “despropósito”, quedaron grabadas para siempre en las retinas de la gente del pueblo su sonrisa y su mano derecha, con el puño cerrado y el dedo corazón erecto, hacia arriba, señalando a la gente del pueblo.
Y aun así triste era su figura que, orgulloso, acostumbraba a lucir día a día por las calles, por la estación, por la plaza del Consistorio; eso sí, sin que nadie lo entendiese, rehuyéndole el contacto, la mirada y hasta el común aire que los cristianos comparten con todos los demás mortales.
Ocurrió como siempre pasan las cosas, sin avisos previos, sin sonidos de trompetas que alegre o tristemente alerten al pueblo llano que algo importante está viniendo. El no andaba por las calles en esos momentos; otros sí, comprando, bebiendo en los bares y comentando el partido de fútbol del fin de semana pasado, o simplemente yendo o viniendo. Se oyó una enorme explosión que llegó hasta los oscuros rincones de la cueva horadada bajo su enorme vivienda, donde la triste figura acostumbraba a cultivar sus champiñones. Enderezó en lo que pudo sus corvado cuerpo y, lanzándose en singular carrera salió a la calle.
Al llegar a la plaza, ya otros le habían precedido y como contemplando la levitación de una aparición mariana, bocas abiertas, sobre ellas las manos, observaban paralizados la fachada de una de las casas, en cuyos balcones de la planta alta se encontraban tres pequeños llorando. Detrás, aparecían y desaparecían las llamas de un enorme incendio. El humo dado en salir por todos los huecos que la vieja vivienda de tres plantas, alertaba a los viajeros más alejados que no pudieron ser avisados del comienzo del espectáculo con la inicial explosión.
No se entretuvo en pensar; ni era su costumbre ni, posiblemente, su mayor virtud y, lanzándose con su enorme mole a la fuente de la plaza, salió empapado hacia la casa. Reventó la puerta de entrada de un solo golpe y se adentró en ella, perdiéndose entre la penumbra y humareda que la inundaban. Todos, paralizados por el estupor, el miedo y, sobre todo, la cobardía, miraban con esa sádica mirada que los seres humanos acostumbramos a contemplar la desgracia de los demás, la “estúpida” reacción del pobre “despropósito”.
No tardó mucho en aparecer en el balcón donde los niños lloraban. Cogió en brazos a los dos pequeños y le indicó al mayor que se agarrase a su espalda. No pudo ser, nada mas dar un paso hacia el interior, donde las llamas ya rodeaban el hueco del balcón, se descolgaba el pequeño, cayendo al suelo. De nuevo al balcón y, dejándole en el suelo, comenzó su carrera con los dos chicos en brazos. No tardó en aparecer en la puerta y, soltándolos casi con brusquedad, volvió al interior. Cuando su figura apareció de nuevo en el balcón, las llamas habían prendido en sus ropas y, tomando al pequeño en sus brazos, miró hacia dentro. Lo intentó una, dos y hasta tres veces hasta que una nueva llamarada le abrasó literalmente la espalda y el poco pelo de su monumental cabeza. No soltó al niño y, apretándolo contra su pecho, dio un salto y se lanzó al vacío.
Cayó de espaldas y sobre su estómago, colchón que amortiguó la caída, el pequeño.
Cuando se acercaron a ellos, el niño aturdido se levantó. Del pobre “despropósito”, quedaron grabadas para siempre en las retinas de la gente del pueblo su sonrisa y su mano derecha, con el puño cerrado y el dedo corazón erecto, hacia arriba, señalando a la gente del pueblo.
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