Mañana fría de un invierno con mas atraso que el AVE a Barcelona; con la fuerza que da la obligatoriedad de llegar al trabajo antes de las ocho, aquel amanecer, salí de casa como cada mañana. De no haberlo hecho, ni hubiese llegado al trabajo tarde, como así ocurrió, ni la hubiese conocido, ni posiblemente nada de nada; son los inconvenientes de salir o no de casa cada mañana. Anduve rápido pero con precaución al ver como las aceras reflejaban con demasiada perfección el horizonte.
Doblé una esquina. ¡Bien, bien! solo giré alrededor de ella, ya sé que estaba doblada antes de llegar yo y, fue ahí, precisamente ahí, cuando ella quiso doblar la misma esquina... perdón, quiso girar en la misma esquina que yo, pero en sentido contrario. (Ya se sabe las mujeres, hasta antes de presentarse ya nos llevan la contraria) Ella no quiso tropezar conmigo; yo sí quise tropezar con ella. Pensadlo, era mas bien espectacular, con unos ojos que miraban a la Cibeles y hacían andar al carro con la diosa, un pelo rubio natural, aunque me hubiese dado igual que fuese teñido, en realidad le vi el pelo por lo que pasó mas que por mi interés en esa parte de su cuerpo.
La cuestión es que ella, (siempre ellas) al intentar evitarme, cosa por otro lado lógica porque feo soy como una maldición en medio de una iglesia, resbaló con engañosa suavidad de unas aceras acristaladas y no por la esmerada limpieza del Sr. Alcalde y dio a caer sobre mi enamorado pecho.
¿Has observado alguna vez los aspavientos y manifestaciones llamativas que todo el que va a caer hace para llamar la atención del público asistente? Yo si y, además, en aquella ocasión hasta sentí sus efectos porque, no solo la diosa Cibeles... ¡Perdón! Se me fue la olla, la espectacular chica se vino a mis brazos como las olas del mar se mecen desvanecidas sobre la fina arena de las playas (¡cómo me ha quedado oyes!), sino que una de sus manos, precisamente la derecha (y eso que la política a mi como que ni fu ni fa), se fue a posar, con la suavidad con la que una hoja otoñal se posa en el suelo, sobre mi entrepierna.
Verla en mis brazos, tan cerca sus rojos labios de los míos, sus ojos mirándome con sorpresa, tan abiertos, tan hipnóticos y que tan inesperadamente me atacase por los bajos sin que yo ni tan solo me hubiere insinuado; ¡vamos, sin frenos y cuesta abajo!. Aquello fue demasiado para mi y sin soltarla (es lo último que hubiese hecho ni en ese momento ni el resto de mi vida) la besé.
¡Ya, ya lo sé, no la besé, bueno y ... qué! Uno no está preparado para que la vida le de ciertas oportunidades. Pero... si yo llego a saber que aquello iba a ocurrir, la hubiese besado seguro; además, y no la hubiere dejado de besar hasta que ella perdiese el conocimiento, por ahogo, ¡ya lo se! pero lo hubiese perdido en mis brazos. ¡Jo!
Pero no, lo único que ocurrió fue que una explosión de fuerza natural descontrolada, descomunal; vamos, como si treinta volcanes al mismo tiempo irrumpieran con todas sus fuerzas y calor en la superficie de la tierra, se desplegó en donde mis piernas se unen a mi tronco... a mi tronco cuerpo, quiero decir y... ¡milagro! ¡mil milagros mas! ella no retiró su mano.
La verdad es que o la chica estaba bien desarrollada o el abrigo que llevaba era de paño bueno porque pesaba con un matrimonio sin dinero; aun así, la retuve entre mis brazos hasta que...
¡Puff, como una pompa de jabón entre mis manos, desapareció!
Abrí mis ojos y tomé conciencia de que otro día mas, llegaba tarde al trabajo.
Doblé una esquina. ¡Bien, bien! solo giré alrededor de ella, ya sé que estaba doblada antes de llegar yo y, fue ahí, precisamente ahí, cuando ella quiso doblar la misma esquina... perdón, quiso girar en la misma esquina que yo, pero en sentido contrario. (Ya se sabe las mujeres, hasta antes de presentarse ya nos llevan la contraria) Ella no quiso tropezar conmigo; yo sí quise tropezar con ella. Pensadlo, era mas bien espectacular, con unos ojos que miraban a la Cibeles y hacían andar al carro con la diosa, un pelo rubio natural, aunque me hubiese dado igual que fuese teñido, en realidad le vi el pelo por lo que pasó mas que por mi interés en esa parte de su cuerpo.
La cuestión es que ella, (siempre ellas) al intentar evitarme, cosa por otro lado lógica porque feo soy como una maldición en medio de una iglesia, resbaló con engañosa suavidad de unas aceras acristaladas y no por la esmerada limpieza del Sr. Alcalde y dio a caer sobre mi enamorado pecho.
¿Has observado alguna vez los aspavientos y manifestaciones llamativas que todo el que va a caer hace para llamar la atención del público asistente? Yo si y, además, en aquella ocasión hasta sentí sus efectos porque, no solo la diosa Cibeles... ¡Perdón! Se me fue la olla, la espectacular chica se vino a mis brazos como las olas del mar se mecen desvanecidas sobre la fina arena de las playas (¡cómo me ha quedado oyes!), sino que una de sus manos, precisamente la derecha (y eso que la política a mi como que ni fu ni fa), se fue a posar, con la suavidad con la que una hoja otoñal se posa en el suelo, sobre mi entrepierna.
Verla en mis brazos, tan cerca sus rojos labios de los míos, sus ojos mirándome con sorpresa, tan abiertos, tan hipnóticos y que tan inesperadamente me atacase por los bajos sin que yo ni tan solo me hubiere insinuado; ¡vamos, sin frenos y cuesta abajo!. Aquello fue demasiado para mi y sin soltarla (es lo último que hubiese hecho ni en ese momento ni el resto de mi vida) la besé.
¡Ya, ya lo sé, no la besé, bueno y ... qué! Uno no está preparado para que la vida le de ciertas oportunidades. Pero... si yo llego a saber que aquello iba a ocurrir, la hubiese besado seguro; además, y no la hubiere dejado de besar hasta que ella perdiese el conocimiento, por ahogo, ¡ya lo se! pero lo hubiese perdido en mis brazos. ¡Jo!
Pero no, lo único que ocurrió fue que una explosión de fuerza natural descontrolada, descomunal; vamos, como si treinta volcanes al mismo tiempo irrumpieran con todas sus fuerzas y calor en la superficie de la tierra, se desplegó en donde mis piernas se unen a mi tronco... a mi tronco cuerpo, quiero decir y... ¡milagro! ¡mil milagros mas! ella no retiró su mano.
La verdad es que o la chica estaba bien desarrollada o el abrigo que llevaba era de paño bueno porque pesaba con un matrimonio sin dinero; aun así, la retuve entre mis brazos hasta que...
¡Puff, como una pompa de jabón entre mis manos, desapareció!
Abrí mis ojos y tomé conciencia de que otro día mas, llegaba tarde al trabajo.
2 comentarios:
Tienes mucho vigor y eres muy penetrante en tu escritura, qué más puede uno pedir que un escritor de experiencia...
Impresionante, sencillamente impresionante. Una lectura amena, entretenida y onírica!
Me encantó.
Saludos!
Publicar un comentario