EL CASTIGO
Jandro pasó las dos piernas al otro lado por la estrecha grieta y bajando hasta el empedrado suelo, salió en dirección a la poza de entrada a la cortada de las Buitreras.
Se tiró al agua sin desnudarse, nadó rápido hasta la otra orilla y tan veloz como sus piernas pudieron, comenzó la interminable y fuerte subida hasta las vías del tren. Era un camino más largo pero, a esas horas y con la poca luz que el ocaso y las montañas dejaban pasar, prefirió la seguridad de las vías del tren, aun sabiendo que en aquellos túneles, aunque el tren silbaba antes de entrar en ellos, si coincidía con su paso por el túnel, tendría que lanzarse al suelo y tenderse totalmente, dejando que el tren pasase sobre él. Un poco más de tensión para un día especial tampoco le preocupó mucho.
Hubo suerte y llegó hasta las verjas de hierro que daban entrada a la enorme casa donde pasaban las vacaciones. Dos grandiosos y altísimos eucaliptos daban prestancia a la magnífica entrada. Todo el jardín estaba sembrado de césped con palmeras, pimientas, higueras y naranjos, en alcorques enormes y alomados, delimitados siempre por rocas redondeadas del río de color blanco. El resto, los paseos, estaban alfombrados de grava negra y gris que, como avisadores, anunciaban a los habitantes de la casa la llegada o salida de las personas. Los coches no podían pasar ya que las puertas de la verja eran pequeñas para ello. La casa quedaba oculta a la vista por los árboles que la rodeaban, hasta bien recorrido el paseo de acceso que, al doblar un enorme seto, dejaba asomar su enorme mole.
Toda la fachada estaba construida con piedras de color ocre. Tenía tres plantas, pero cada una superaba los cinco metros de altura; típica construcción del sur de España para que el aire caliente se elevara hacia los altos techos, haciendo que el ambiente al ras del suelo fuese más fresco. Las enormes ventanas, siempre de color verde, hacían un bonito conjunto con las tejas del tejado, también en color verde, colocadas al estilo moro y sobresaliendo el alero con un artesonado en madera que le daba un aire suizo, nacionalidad del arquitecto que la diseñó y construyó.
A medida que se fue acercando, el joven Jandro disminuyó el paso, intentando hacer el menor ruido posible. Acción inútil ya que, antes de llegar, su madre salió por la puerta principal de la casa. Lo esperó mirando muy seriamente como se acercaba. Al llegar hasta ella, la madre le preguntó
-¿Estas bien?- y se echó a un lado para que pasase.
-Si mamá. ¿Y papá?- entró en la casa, mirando en todas direcciones sin ver a su padre ni a ninguno de sus hermanos.
-Andan buscándote por el monte.- y sin decirle nada, se dirigió hacia la cocina; él la siguió. Le indicó la mesa para que se sentase y empezó a colocarle delante la cena.
–Cena mientras subo a tocar la campana de aviso- le dejó solo en la cocina y salió. Al instante oyó como sonaba con fuerza la campana. Al rebotar el sonido contra los montes que rodeaban el pequeño valle donde se encontraba situada la casa, el sonido se multiplicó y Jandro, que era la primera vez que oía tañir la campana de señal de peligro, no pudo evitar levantarse y salir al jardín para oírla mejor. Al dejar su madre de tocar, aun se mantuvo el eco rebotando por los montes un buen rato, momento en el que el chico volvió a la mesa y siguió cenando con verdadero apetito.
-Ahora, sube y date una ducha mientras llegan tu padre y hermanos. Ponte el pijama al terminar- sin una palabra más, la madre se alejó hacia el cuarto de estar. El chico subió la gran escalera de madera. No quería pensar, aunque su cabeza no hacía más que intentar poner en pié toda su aventura. Sabía que el castigo iba a ser duro, pero no era su gran preocupación, sino ver de qué forma explicaba a su padre que el viejo vendría a la casa a contarle la verdad. Por otra parte, la tristeza que veía reflejada en los ojos de su madre le hacían sentirse tan mal que, sin poderlo evitar y aprovechando que se encontraba en la ducha, dejó salir toda su carga emocional por los ojos. Estuvo llorando un buen rato, mientras se jabonaba el cuerpo, pensando en aquel difícil momento que vivió mientras lavaba al viejo. No entendía cómo había soportado aquello; se conocía bien y sabía lo especial que siempre había sido con esos temas. Se sonrió al recordar las veces que había saltado sobre su hermano pequeño, con el que dormía en la misma habitación, cuando por las noches, a la hora de dormir, se dedicaba a lanzar sonoros efluvios malolientes, compitiendo consigo mismo para intentar batir su propio record de asquerosa sonoridad.
Terminada la ducha, bajó al salón donde, ya sentados, se encontraban sus padres, hermanos y los dos matrimonios amigos de sus padres que se encontraban invitados aquella semana. Saludó y se sentó donde su padre le estaba indicando.
-Cuéntanos Jandro, pero hazlo despacio y con todo detalle- y así lo hizo el chico, tal y como ha quedado escrito con anterioridad. Nadie le interrumpió y el silencio de sus oyentes le serenó lo suficiente para poder explicar con todo detalle lo sucedido. Por supuesto que sus miedos y vergüenzas quedaron olvidados involuntariamente en algún rincón del subconsciente del chico. Terminada la exposición, el padre habló
-Por lo que cuentas, parece ser que has tenido la sorprendente oportunidad de encontrarte con “El Víboras”. ¿Te ha dicho él que vendría a darme las explicaciones necesarias para que yo supiese todo lo ocurrido?- le preguntó muy sorprendido y con algo de sorna.
-No, papá. Me dijo que él te explicaría, pero no recuerdo que dijese que iba a venir a hacerlo, ni cuando lo haría- viendo como su padre se quedaba pensativo, siguió- ¿El viejo es El Víboras? ¿Quien es El Víboras?
No le contestó. Al contrario, se levantó del sillón y paseando entre todos los asistentes, se alejó hacia su despacho. El tío Pedro y Pepe Luis, se levantaron y le siguieron. Al entrar el último en el despacho cerró la puerta tras él y fue cuando todos sus hermanos comenzaron a preguntarle; tantas preguntas al mismo tiempo le animaron algo más, sobre todo, viendo como la mayoría de ellas iban dirigidas a su relación con la víbora. Aquello le hizo importante ante los ojos de los asistentes, sobre todo de su hermano el mayor que ávido de saber como el que más, pero incrédulo por su primogénita posición, no creía la historia contada.
De pronto, su madre, callada y observando todo, le preguntó
-¿Te habrás enjabonado bien todo tu cuerpo en la ducha?- y empujando al resto de los hermanos con movimientos de sus manos, indicándoles que era hora de dormir, le ordenó. –Ve al baño y tráeme el peine de los piojos; tenemos que asegurarnos que no traes acompañantes a casa- y, sin opción a réplica, ni era el momento, ni su madre estaba con ánimos para ser contrariada, se levantó y, obedientemente, sufrió el vergonzoso trámite de ser inspeccionado ante los ojos de las amigas de su madre. Terminada la inspección con resultado altamente satisfactorio, se levantó para irse a la cama cuando se abrió la puerta del despacho del padre y apareció éste.
- Antes de irte a la cama, Alejandro. ¿Por qué te fuiste esta mañana sin decir nada, si hace dos días hicimos juntos esa excursión?
La respuesta fue rápida y sin pensar. Ya hacía mucho que había aprendido que mentir tiene dos graves y difíciles consecuencias. Una, recordar la mentira para siempre, pues en cualquier momento la vida, según enseñanzas de su padre, te pondría a prueba la memoria. La segunda, porque si alguna vez te descubrían, el castigo por mentir era mucho mayor, siempre, que el recibido por hacer algo mal.
-Porque quería pasar al otro lado de la poza de la Boca del Diablo, porque tú nunca nos dejas hacerlo.
- Bien, vete a la cama. Mañana, cuando os llame para ir a la excursión que tengo prevista, tú te quedarás en casa leyendo este libro- y le entregó uno de los que había en su biblioteca –quiero que cuando volvamos, me hagas un resumen escrito de lo leído mientras nosotros estamos de excursión. Aun no sé el castigo que te has merecido. Sobre ese tema, ya hablaremos despacio- Jandro inclinó la cabeza en señal de respeto y sumisión a su padre y, despidiéndose de todos los presentes, se alejó despacio hacia la escalera. Sus padres nunca podrían entender la enorme y alegre sonrisa que iluminaba la cara del chico, mientras, despacio de movimientos, pero nervioso por llegar cuanto antes arriba para ver a sus hermanos, se dirigía peldaño a peldaño hacia su habitación.
Hubo de todo en aquella larga reunión clandestina en el dormitorio de Jandro, aquella sonada noche de agosto. Hasta se cruzaron apuestas, tanto por adivinar el negro futuro de las restantes vacaciones del chico, como por saber si sería capaz de demostrar todas las “mentiras” que les había contado. Lo cierto es que, a la mañana siguiente, cuando el padre, utilizando el impecable sistema de despertador con vaso de agua sobre las cabezas ajenas, todos se levantaron enfadados por el madrugón inmerecido, después de la dureza de la jornada anterior.
Renegando todos de Jandro, en alguna ocasión con empujones incluidos, al cruce por los pasillos, se pusieron en marcha mientras el chico quedó solo en el despacho del padre y ante un libro, “Sobre la Verdad y la Realidad”, aunque no creo que recuerde ya el nombre de su autor. Pero le hizo pensar aquello, más la acción de su padre que el contenido del libro que, a duras penas, pudo comprender.
Jandro pasó las dos piernas al otro lado por la estrecha grieta y bajando hasta el empedrado suelo, salió en dirección a la poza de entrada a la cortada de las Buitreras.
Se tiró al agua sin desnudarse, nadó rápido hasta la otra orilla y tan veloz como sus piernas pudieron, comenzó la interminable y fuerte subida hasta las vías del tren. Era un camino más largo pero, a esas horas y con la poca luz que el ocaso y las montañas dejaban pasar, prefirió la seguridad de las vías del tren, aun sabiendo que en aquellos túneles, aunque el tren silbaba antes de entrar en ellos, si coincidía con su paso por el túnel, tendría que lanzarse al suelo y tenderse totalmente, dejando que el tren pasase sobre él. Un poco más de tensión para un día especial tampoco le preocupó mucho.
Hubo suerte y llegó hasta las verjas de hierro que daban entrada a la enorme casa donde pasaban las vacaciones. Dos grandiosos y altísimos eucaliptos daban prestancia a la magnífica entrada. Todo el jardín estaba sembrado de césped con palmeras, pimientas, higueras y naranjos, en alcorques enormes y alomados, delimitados siempre por rocas redondeadas del río de color blanco. El resto, los paseos, estaban alfombrados de grava negra y gris que, como avisadores, anunciaban a los habitantes de la casa la llegada o salida de las personas. Los coches no podían pasar ya que las puertas de la verja eran pequeñas para ello. La casa quedaba oculta a la vista por los árboles que la rodeaban, hasta bien recorrido el paseo de acceso que, al doblar un enorme seto, dejaba asomar su enorme mole.
Toda la fachada estaba construida con piedras de color ocre. Tenía tres plantas, pero cada una superaba los cinco metros de altura; típica construcción del sur de España para que el aire caliente se elevara hacia los altos techos, haciendo que el ambiente al ras del suelo fuese más fresco. Las enormes ventanas, siempre de color verde, hacían un bonito conjunto con las tejas del tejado, también en color verde, colocadas al estilo moro y sobresaliendo el alero con un artesonado en madera que le daba un aire suizo, nacionalidad del arquitecto que la diseñó y construyó.
A medida que se fue acercando, el joven Jandro disminuyó el paso, intentando hacer el menor ruido posible. Acción inútil ya que, antes de llegar, su madre salió por la puerta principal de la casa. Lo esperó mirando muy seriamente como se acercaba. Al llegar hasta ella, la madre le preguntó
-¿Estas bien?- y se echó a un lado para que pasase.
-Si mamá. ¿Y papá?- entró en la casa, mirando en todas direcciones sin ver a su padre ni a ninguno de sus hermanos.
-Andan buscándote por el monte.- y sin decirle nada, se dirigió hacia la cocina; él la siguió. Le indicó la mesa para que se sentase y empezó a colocarle delante la cena.
–Cena mientras subo a tocar la campana de aviso- le dejó solo en la cocina y salió. Al instante oyó como sonaba con fuerza la campana. Al rebotar el sonido contra los montes que rodeaban el pequeño valle donde se encontraba situada la casa, el sonido se multiplicó y Jandro, que era la primera vez que oía tañir la campana de señal de peligro, no pudo evitar levantarse y salir al jardín para oírla mejor. Al dejar su madre de tocar, aun se mantuvo el eco rebotando por los montes un buen rato, momento en el que el chico volvió a la mesa y siguió cenando con verdadero apetito.
-Ahora, sube y date una ducha mientras llegan tu padre y hermanos. Ponte el pijama al terminar- sin una palabra más, la madre se alejó hacia el cuarto de estar. El chico subió la gran escalera de madera. No quería pensar, aunque su cabeza no hacía más que intentar poner en pié toda su aventura. Sabía que el castigo iba a ser duro, pero no era su gran preocupación, sino ver de qué forma explicaba a su padre que el viejo vendría a la casa a contarle la verdad. Por otra parte, la tristeza que veía reflejada en los ojos de su madre le hacían sentirse tan mal que, sin poderlo evitar y aprovechando que se encontraba en la ducha, dejó salir toda su carga emocional por los ojos. Estuvo llorando un buen rato, mientras se jabonaba el cuerpo, pensando en aquel difícil momento que vivió mientras lavaba al viejo. No entendía cómo había soportado aquello; se conocía bien y sabía lo especial que siempre había sido con esos temas. Se sonrió al recordar las veces que había saltado sobre su hermano pequeño, con el que dormía en la misma habitación, cuando por las noches, a la hora de dormir, se dedicaba a lanzar sonoros efluvios malolientes, compitiendo consigo mismo para intentar batir su propio record de asquerosa sonoridad.
Terminada la ducha, bajó al salón donde, ya sentados, se encontraban sus padres, hermanos y los dos matrimonios amigos de sus padres que se encontraban invitados aquella semana. Saludó y se sentó donde su padre le estaba indicando.
-Cuéntanos Jandro, pero hazlo despacio y con todo detalle- y así lo hizo el chico, tal y como ha quedado escrito con anterioridad. Nadie le interrumpió y el silencio de sus oyentes le serenó lo suficiente para poder explicar con todo detalle lo sucedido. Por supuesto que sus miedos y vergüenzas quedaron olvidados involuntariamente en algún rincón del subconsciente del chico. Terminada la exposición, el padre habló
-Por lo que cuentas, parece ser que has tenido la sorprendente oportunidad de encontrarte con “El Víboras”. ¿Te ha dicho él que vendría a darme las explicaciones necesarias para que yo supiese todo lo ocurrido?- le preguntó muy sorprendido y con algo de sorna.
-No, papá. Me dijo que él te explicaría, pero no recuerdo que dijese que iba a venir a hacerlo, ni cuando lo haría- viendo como su padre se quedaba pensativo, siguió- ¿El viejo es El Víboras? ¿Quien es El Víboras?
No le contestó. Al contrario, se levantó del sillón y paseando entre todos los asistentes, se alejó hacia su despacho. El tío Pedro y Pepe Luis, se levantaron y le siguieron. Al entrar el último en el despacho cerró la puerta tras él y fue cuando todos sus hermanos comenzaron a preguntarle; tantas preguntas al mismo tiempo le animaron algo más, sobre todo, viendo como la mayoría de ellas iban dirigidas a su relación con la víbora. Aquello le hizo importante ante los ojos de los asistentes, sobre todo de su hermano el mayor que ávido de saber como el que más, pero incrédulo por su primogénita posición, no creía la historia contada.
De pronto, su madre, callada y observando todo, le preguntó
-¿Te habrás enjabonado bien todo tu cuerpo en la ducha?- y empujando al resto de los hermanos con movimientos de sus manos, indicándoles que era hora de dormir, le ordenó. –Ve al baño y tráeme el peine de los piojos; tenemos que asegurarnos que no traes acompañantes a casa- y, sin opción a réplica, ni era el momento, ni su madre estaba con ánimos para ser contrariada, se levantó y, obedientemente, sufrió el vergonzoso trámite de ser inspeccionado ante los ojos de las amigas de su madre. Terminada la inspección con resultado altamente satisfactorio, se levantó para irse a la cama cuando se abrió la puerta del despacho del padre y apareció éste.
- Antes de irte a la cama, Alejandro. ¿Por qué te fuiste esta mañana sin decir nada, si hace dos días hicimos juntos esa excursión?
La respuesta fue rápida y sin pensar. Ya hacía mucho que había aprendido que mentir tiene dos graves y difíciles consecuencias. Una, recordar la mentira para siempre, pues en cualquier momento la vida, según enseñanzas de su padre, te pondría a prueba la memoria. La segunda, porque si alguna vez te descubrían, el castigo por mentir era mucho mayor, siempre, que el recibido por hacer algo mal.
-Porque quería pasar al otro lado de la poza de la Boca del Diablo, porque tú nunca nos dejas hacerlo.
- Bien, vete a la cama. Mañana, cuando os llame para ir a la excursión que tengo prevista, tú te quedarás en casa leyendo este libro- y le entregó uno de los que había en su biblioteca –quiero que cuando volvamos, me hagas un resumen escrito de lo leído mientras nosotros estamos de excursión. Aun no sé el castigo que te has merecido. Sobre ese tema, ya hablaremos despacio- Jandro inclinó la cabeza en señal de respeto y sumisión a su padre y, despidiéndose de todos los presentes, se alejó despacio hacia la escalera. Sus padres nunca podrían entender la enorme y alegre sonrisa que iluminaba la cara del chico, mientras, despacio de movimientos, pero nervioso por llegar cuanto antes arriba para ver a sus hermanos, se dirigía peldaño a peldaño hacia su habitación.
Hubo de todo en aquella larga reunión clandestina en el dormitorio de Jandro, aquella sonada noche de agosto. Hasta se cruzaron apuestas, tanto por adivinar el negro futuro de las restantes vacaciones del chico, como por saber si sería capaz de demostrar todas las “mentiras” que les había contado. Lo cierto es que, a la mañana siguiente, cuando el padre, utilizando el impecable sistema de despertador con vaso de agua sobre las cabezas ajenas, todos se levantaron enfadados por el madrugón inmerecido, después de la dureza de la jornada anterior.
Renegando todos de Jandro, en alguna ocasión con empujones incluidos, al cruce por los pasillos, se pusieron en marcha mientras el chico quedó solo en el despacho del padre y ante un libro, “Sobre la Verdad y la Realidad”, aunque no creo que recuerde ya el nombre de su autor. Pero le hizo pensar aquello, más la acción de su padre que el contenido del libro que, a duras penas, pudo comprender.
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