Tarde de agradecer, en un setiembre infernal, celoso del verano al que siempre quiso pertenecer.
Luis, con la monotonía con la que una beata confiesa sus faltas todos los días antes de comulgar, camina despacio por la ancha acera del bulevar que, inconscientemente, le obliga a dirigirse, aun sin querer, al bar donde se sumerge cada atardecer en lo mas profundo de su alma.
Largo, como la sombra de un ciprés en un atardecer del estío manchego, porque su extrema delgadez no le permite ser alto, camina sumergido en el mar de agua dulce que la inesperada tormenta veraniega descarga sobre Madrid; bulevar abajo, hacia Rosales y, antes de esquinar, su bar, su casa, su refugio, donde desde siempre, sentado sobre la misma mesa y mirando tras el mismo cristal, escribe lo que algún día llegará a ser alimento de las llamas en la caldera de algún pobre soñador como él.
Le es difícil avanzar, el viento que remueve las aguas del mar flotante le empuja hacia atrás, como avisándole de algún oculto peligro tras el tronco de uno de los plátanos de india que adornan el paseo; pero la soledad en la que vive, la necesidad de contar todo lo que lleva dentro, el suspenso en Derecho Civil que le acaban de notificar en la Politécnica, le dan las fuerzas que necesita para vencer la, cada vez, mayor resistencia del viento que le trae olores de pinos de la Casa de Campo. Al llenar sus pulmones con aquel olor, entrecierra sus ojos, quizás para protegerlos mejor de cualquier mota de polvo que, viajando de polizón en alguna de las ráfagas de aire que le maceran la piel, se cuele en ellos y, sonriendo, se recrea en alguna olvidada escena de amor que en otros tiempos pudo disfrutar.
Por fin consigue llegar a la puerta del bar; se sacude el pelo, el resto de su cuerpo está tan lleno de agua que no merece la pena preocuparse mucho más y abriendo la puerta, entra en casa. Se acerca a la barra donde, sin tan solo una insinuación, le espera una taza de café, solo, amargo, denso y tan caliente que le reconforta tan solo olerlo. Mira a Javier y sonríe agradecido; este le devuelve la mirada y con un pequeño gesto le indica una mesa del bar. Luis se da la vuelta para acercarse a su mesa, junto al ventanal, para ver caer la noche y, antes de llegar a ella, ya suena en el ambiente un blues, suave, entrañable, sugerente, íntimo, melódico, eterno. Javier ha elegido hoy el tema Kind hearted woman de Muddy Waters, quizás influenciado por el día, o por la ocupante de la mesa que, subrepticiamente, ha indicado a Luis.
Ya sentado, colocados sus papeles húmedos y algo desteñidos sobre la mesa, junto al café que sus delgados dedos remueven lentamente, levanta la mirada y despreocupadamente mira en la dirección que Javier le indicó. Sin esperarlo, sus ojos se encuentran frente a los ojos más negros, profundos, enigmáticos y bellos que jamás pudiera imaginar, mirándole, sin parpadear, serenos y sonrientes.
Pero aquí ya empieza otra historia.
Luis, con la monotonía con la que una beata confiesa sus faltas todos los días antes de comulgar, camina despacio por la ancha acera del bulevar que, inconscientemente, le obliga a dirigirse, aun sin querer, al bar donde se sumerge cada atardecer en lo mas profundo de su alma.
Largo, como la sombra de un ciprés en un atardecer del estío manchego, porque su extrema delgadez no le permite ser alto, camina sumergido en el mar de agua dulce que la inesperada tormenta veraniega descarga sobre Madrid; bulevar abajo, hacia Rosales y, antes de esquinar, su bar, su casa, su refugio, donde desde siempre, sentado sobre la misma mesa y mirando tras el mismo cristal, escribe lo que algún día llegará a ser alimento de las llamas en la caldera de algún pobre soñador como él.
Le es difícil avanzar, el viento que remueve las aguas del mar flotante le empuja hacia atrás, como avisándole de algún oculto peligro tras el tronco de uno de los plátanos de india que adornan el paseo; pero la soledad en la que vive, la necesidad de contar todo lo que lleva dentro, el suspenso en Derecho Civil que le acaban de notificar en la Politécnica, le dan las fuerzas que necesita para vencer la, cada vez, mayor resistencia del viento que le trae olores de pinos de la Casa de Campo. Al llenar sus pulmones con aquel olor, entrecierra sus ojos, quizás para protegerlos mejor de cualquier mota de polvo que, viajando de polizón en alguna de las ráfagas de aire que le maceran la piel, se cuele en ellos y, sonriendo, se recrea en alguna olvidada escena de amor que en otros tiempos pudo disfrutar.
Por fin consigue llegar a la puerta del bar; se sacude el pelo, el resto de su cuerpo está tan lleno de agua que no merece la pena preocuparse mucho más y abriendo la puerta, entra en casa. Se acerca a la barra donde, sin tan solo una insinuación, le espera una taza de café, solo, amargo, denso y tan caliente que le reconforta tan solo olerlo. Mira a Javier y sonríe agradecido; este le devuelve la mirada y con un pequeño gesto le indica una mesa del bar. Luis se da la vuelta para acercarse a su mesa, junto al ventanal, para ver caer la noche y, antes de llegar a ella, ya suena en el ambiente un blues, suave, entrañable, sugerente, íntimo, melódico, eterno. Javier ha elegido hoy el tema Kind hearted woman de Muddy Waters, quizás influenciado por el día, o por la ocupante de la mesa que, subrepticiamente, ha indicado a Luis.
Ya sentado, colocados sus papeles húmedos y algo desteñidos sobre la mesa, junto al café que sus delgados dedos remueven lentamente, levanta la mirada y despreocupadamente mira en la dirección que Javier le indicó. Sin esperarlo, sus ojos se encuentran frente a los ojos más negros, profundos, enigmáticos y bellos que jamás pudiera imaginar, mirándole, sin parpadear, serenos y sonrientes.
Pero aquí ya empieza otra historia.
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