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sábado, 1 de diciembre de 2007

LA INJUSTICIA


Como la sombra de las negras alas del buitre leonado, paseando con la suavidad de la engañosa seda de la muerte sobre los distorsionados cuerpos de aquellos que, tarde o temprano, se convertirán en carroña y, posteriormente, en el alimento de tan bellas aves, así pasea la injusticia por la vida, oteando los cada vez más reducidos lugares donde aun existe la justicia para, con su voraz y lúgubre implantación, acabar con ella; allá donde se esconda, allá donde aun campee, allá donde la pisada de esa fiera implacable y antinatural, llamada ser humano, holle la tierra, el espacio o cualquier imaginario lugar hasta donde sea capaz de llegar su pensamiento, hasta allí llegará la injusticia y, con la implacable frialdad que la caracteriza, hará pronta carroña de ella.

¿Es, acaso, esa bella mujer que, con extendido brazo, soporta la balanza de la verdad, tan insufriblemente débil?. ¿Será posible que ningún ser, salido de vientre de mujer, logre cambiar el signo de esta guerra sin cuartel que ya se extiende inexorable y unívocamente hasta los confines del más alejado lugar imaginado por el ser humano?.

Paseo lentamente, arrastrando mis pies, con paso cansino y desilusionado, por esas sucias y estrechas aceras de uno de los arrabales de la ciudad donde vivo, oyendo en la lejanía el eco de un blues, que algún marginado músico lanza al denso e irrespirable aire de una calurosa noche de julio, no sé si con la malévola intención de sumir a quienes le oyen en esa tela de araña de tristezas y añoranzas. Con las manos en los bolsillos, el cigarrillo a medio arder en la comisura izquierda de mis labios, abandonado, como mis pensamientos, me dejo llevar por mis pasos, hacia ningún sitio; quizás ese sea el mejor lugar en donde estar en estos momentos.

En mi lento pasear, observo de soslayo un pequeño movimiento a mi derecha, en un negro y sucio recodo de la acera, y pienso: Otra escondida fiera, esperando saltar sobre su carroña para calmar su sed de injusticia de esta absurda noche. Pero un débil gemido me alerta. Un gesto de tristeza es lo último que espero encontrar en aquel lugar y, sorprendido, vuelvo la cabeza hacia ese trozo de carbón que ennegrecen aun más la falta de luz y la suciedad.

Me acerco sin precaución. ¿Para qué?. Nada tengo ni nada le debo a la vida. Acurrucado y tembloroso encuentro a un rapaz que no supera los siete años. ¿Necesitas ayuda, muchacho?.

Niega con la cabeza, mientras extiende su mano con la palma abierta hacia arriba. Ya. Meto mi mano en el bolsillo y busco el billete de 5 dólares que mañana hubiese podido acortar mi ayuno. Se lo entrego y sigo paseando sin sentir la menor emoción por lo hecho.

Un grito de dolor me hace volver la cabeza, al tiempo que observo como algún otro depredador arrebata al mísero rapaz su botín de esa noche. El chico queda tendido en el suelo, mientras la fiera sale andando en dirección opuesta.

¿Para qué volver?. Es la ley da la selva. Y sonrío. La injusticia sigue imponiendo su implacable depredación. Así siempre fue y seguirá siendo.

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