Siempre les veía al salir del colegio, por la tarde; los jueves no, que en los Marianistas era medio día de libertad. Me habían comentado que eran tres hermanos mellizos o algún otro palabro que de pequeño oíamos y nos sonaba a incomprensible cosa de mayores. Lo cierto es que cuando me encontraba con ellos, siempre acompañados y seguidos por aquella enorme, yo diría mas bien, descomunal, tata o señorita de compañía, se quedaban mirándome como si viesen algo extraño, cuando la realidad era que los extraños no se encontraban en este lado de las cruzadas miradas.
Eran hijos de una de las mejores y más adineradas familias de mi pueblo. Verlos era como tener repetida una de aquellas estampitas que coleccionábamos de pequeños. Iguales, igualmente vestidos y peinados. Tan perfecta y odiosamente iguales que, cuando uno de ellos lograba articular alguna extraña palabra, que solo entendía la enorme “foca”, perdón, señorita, que les defendía de la maldad del resto de los mortales, los otros dos restantes, como en los partidos de fútbol de cualquier ciudad moderna, repetían en perfecto y monotonizado coro.
En cierta ocasión, recuerdo, le pregunté a mi madre qué les pasaba.
- Son trillizos, hijo, pero tuvieron la desgracia de nacer en una placenta infartada y ...- no la dejé terminar. Cuando los padres de aquellos años nos hablaban como si fuésemos mayores, aparte de que se me quedase la visión cuadriculada el resto del día y por la noche soñase extrañas peripecias, frutos de mis atribuladas neuronas, era mejor no seguir oyéndoles porque al final nada más íbamos a entender. Y al salir corriendo, yo pensaba: “Pues a mi me parece que solo son tontos”.
Cierta tarde, al volver de jugar al fútbol en el colegio, les encontré por la calle. Yo iba algo distraído comprobando una colección de estampitas que mi amigo Luis quería cambiarme por dos canicas preciosas y, sin previo aviso, sin mediar palabra, sin aparente intención que me hubiese avisado con tiempo, uno de ellos, nunca sabré decir cual fue, tan idénticos como eran, me dio un empujón y, cuando tomé conciencia de lo ocurrido, me encontraba tirado en el suelo, las estampas volando en desbocado y galopante vuelo rasante y, casi sobre mis atribuladas piernecitas, aquella enorme masa que, desde mi nueva e involuntaria postura para verla, solo se veían unos gigantescos brazos en jarras, unos pechos, supongo que eran dos porque en realidad solo se veía uno pero tan grande como mi colegio y el trueno de su voz, casi tan grave como la del Padre Camilo, mi profesor de Latín, que me gritaba
- ¡¡Has podido hacerle daño a mi Crispín con tu estúpido comportamiento. Ten cuidado la próxima vez- y señalándome con aquel índice de su mano derecha que, saliendo como pata de elefante desde su hombro, se extendía ilimitadamente largo hasta casi mis ojos, -tendrás que vértelas conmigo.
A veces la vida es extraña y nuestro comportamiento aun más porque en aquellas circunstancias, cualquier chaval de mi edad, aparte de estar haciéndose encima todo tipo de porquerías, estaría envuelto en un mar de lágrimas y arrepintiéndose de no se qué acciones pecaminosas contra la vida misma. Pero no, yo, en ese momento, cuando la “masa” fue a retirar una de sus piernas para seguir la carrera que sus “niños” habían emprendido después de "mi" imprudente acción, levanté mi delgada piernecita y dando su enorme pié contra ella, después de que su voluminoso cuerpo había tomado la correspondiente inercia en aquella dirección, no pudiendo apoyarlo a tiempo para soportar el peso que se venía encima, dio en el suelo, junto a mi cuerpo, con tal estruendo que hasta el involuntario, pero no por ello pequeño, escape de gases que tuvo a bien producirse en tan inesperado momento, quedó silenciado.
Miré y vi; y lo que vi nunca lo olvidaré. Al caer, sus larguísimas zayas, faldas o como queráis llamarles, salieron en la misma dirección que el cuerpo y por tanto, hacia su cabeza dejando al descubierto algo que ningún ser humano haya podido ver jamás.
¿Muslos?. Aquellas cosas eran como las columnas de Hércules, de las que hablan Da Vinci o Plínio que, colocadas una al sur de España y otra al norte de Marruecos, daban paso a la famosa Atlántida. Eso sí, deformes como pocas cosas he podido ver en mi vida. Fofas, magras, blanquecinas como sábanas sepulcrales. Y no os cuento donde se unían porque os podría retirar para siempre vuestros pobres y exiguos instintos sexuales. Lo que sí puedo deciros es que, con aquella prenda íntima, aunque con esas dimensiones de íntima poco podrían tener, yo me podría haber hecho diez o doce pares de camisas para ir al colegio. Como escapé no viene a cuento, pues ya veis que soy yo quien lo narra.
Eran hijos de una de las mejores y más adineradas familias de mi pueblo. Verlos era como tener repetida una de aquellas estampitas que coleccionábamos de pequeños. Iguales, igualmente vestidos y peinados. Tan perfecta y odiosamente iguales que, cuando uno de ellos lograba articular alguna extraña palabra, que solo entendía la enorme “foca”, perdón, señorita, que les defendía de la maldad del resto de los mortales, los otros dos restantes, como en los partidos de fútbol de cualquier ciudad moderna, repetían en perfecto y monotonizado coro.
En cierta ocasión, recuerdo, le pregunté a mi madre qué les pasaba.
- Son trillizos, hijo, pero tuvieron la desgracia de nacer en una placenta infartada y ...- no la dejé terminar. Cuando los padres de aquellos años nos hablaban como si fuésemos mayores, aparte de que se me quedase la visión cuadriculada el resto del día y por la noche soñase extrañas peripecias, frutos de mis atribuladas neuronas, era mejor no seguir oyéndoles porque al final nada más íbamos a entender. Y al salir corriendo, yo pensaba: “Pues a mi me parece que solo son tontos”.
Cierta tarde, al volver de jugar al fútbol en el colegio, les encontré por la calle. Yo iba algo distraído comprobando una colección de estampitas que mi amigo Luis quería cambiarme por dos canicas preciosas y, sin previo aviso, sin mediar palabra, sin aparente intención que me hubiese avisado con tiempo, uno de ellos, nunca sabré decir cual fue, tan idénticos como eran, me dio un empujón y, cuando tomé conciencia de lo ocurrido, me encontraba tirado en el suelo, las estampas volando en desbocado y galopante vuelo rasante y, casi sobre mis atribuladas piernecitas, aquella enorme masa que, desde mi nueva e involuntaria postura para verla, solo se veían unos gigantescos brazos en jarras, unos pechos, supongo que eran dos porque en realidad solo se veía uno pero tan grande como mi colegio y el trueno de su voz, casi tan grave como la del Padre Camilo, mi profesor de Latín, que me gritaba
- ¡¡Has podido hacerle daño a mi Crispín con tu estúpido comportamiento. Ten cuidado la próxima vez- y señalándome con aquel índice de su mano derecha que, saliendo como pata de elefante desde su hombro, se extendía ilimitadamente largo hasta casi mis ojos, -tendrás que vértelas conmigo.
A veces la vida es extraña y nuestro comportamiento aun más porque en aquellas circunstancias, cualquier chaval de mi edad, aparte de estar haciéndose encima todo tipo de porquerías, estaría envuelto en un mar de lágrimas y arrepintiéndose de no se qué acciones pecaminosas contra la vida misma. Pero no, yo, en ese momento, cuando la “masa” fue a retirar una de sus piernas para seguir la carrera que sus “niños” habían emprendido después de "mi" imprudente acción, levanté mi delgada piernecita y dando su enorme pié contra ella, después de que su voluminoso cuerpo había tomado la correspondiente inercia en aquella dirección, no pudiendo apoyarlo a tiempo para soportar el peso que se venía encima, dio en el suelo, junto a mi cuerpo, con tal estruendo que hasta el involuntario, pero no por ello pequeño, escape de gases que tuvo a bien producirse en tan inesperado momento, quedó silenciado.
Miré y vi; y lo que vi nunca lo olvidaré. Al caer, sus larguísimas zayas, faldas o como queráis llamarles, salieron en la misma dirección que el cuerpo y por tanto, hacia su cabeza dejando al descubierto algo que ningún ser humano haya podido ver jamás.
¿Muslos?. Aquellas cosas eran como las columnas de Hércules, de las que hablan Da Vinci o Plínio que, colocadas una al sur de España y otra al norte de Marruecos, daban paso a la famosa Atlántida. Eso sí, deformes como pocas cosas he podido ver en mi vida. Fofas, magras, blanquecinas como sábanas sepulcrales. Y no os cuento donde se unían porque os podría retirar para siempre vuestros pobres y exiguos instintos sexuales. Lo que sí puedo deciros es que, con aquella prenda íntima, aunque con esas dimensiones de íntima poco podrían tener, yo me podría haber hecho diez o doce pares de camisas para ir al colegio. Como escapé no viene a cuento, pues ya veis que soy yo quien lo narra.
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