Sí, lo hubo y yo lo viví, aunque ya solo me queden retazos, recortes, pequeños recuerdos. Veraneaba en la sierra, entre Ronda y Cortes de la Frontera, allá donde nació, hará millones de años, un pequeño río, el Guadiaro. Desde su nacimiento alguien le estuvo cuidando, le abrió paso entre sus rocas, sus riscos, sus viejas arrugas de siglos de espera, el monte Hacho, hermano gemelo de otro que orgulloso se levanta al otro lado del estrecho, ya en las Áfricas morunas, el otro Hacho.
Y en esas aguas frías, transparentes y tan claras, con ese color tan azul cuando el cielo da la cara, en ellas aprendía a nadar, a sentirme pez, a volar entre dos cielos, porque nadar es volar, es sentir ingravidez, es libertad. ¡Qué bellos tiempos aquellos.!
Tres kilómetros de senderos, estrechos, difíciles, unas veces hacia arriba, las mas bajando, ligeros, corriendo para llegar primeros, que son los juegos de niños; alguna caída que otra que mi padre, gran curandero, sanaba frotando el golpe con manos de experto, de santo y siempre diciendo: Os he dicho que no corráis. ¿Veis lo que pasa?. Ahora todos conmigo- y con él íbamos, pero solo un ratito de nada, que los jóvenes, ya se sabe, les vale cualquier descubrimiento. Yo, una vez, al escaparnos en aquellas aventuras, después de que mi hermano el mayor, cayese sobre un zarzal y mi padre, como siempre, nos soltase su regañina, volví la cabeza a mirarle y le encontré sonriendo. Aquello se me gravó y al volver a casa, mientras mi madre nos ponía la mesa llena de hambre, le pregunté y, como no, me contestó: “Cuando seas mayor lo entenderás”. Ya soy mayor y, al recordarlo, sonrío, como no.
Aquellas excursiones largas, calurosas, arriesgadas, terminaban casi siempre en donde nació el Paraíso, las Buitreras. ¿Como lo describiría yo?. Bajando un empinado sendero, de pronto la tierra se parte, se divide en dos; es como si un ser mitológico, enfadado con la tierra, la hubiese cortado en dos y, en el fondo del corte, allá a doscientos metros de profundidad, una explosión de agua, tan pura, tan transparente, tan nueva, manando desde el mismo vientre de la tierra, se nos ofrecía fresca y diáfana para calmar la sed de la caminata y para sumergirnos en sus entrañas, como queriendo formar parte de aquel milagro. Y a su alrededor hierba, verde como la esmeralda, juncos, donde culebras y ranas convivían en paz, hasta nuestra llegada, queriéndolas alcanzar mientras nadábamos tras ellas.
Si, amigo mío, hubo una vez un tiempo ...
Y en esas aguas frías, transparentes y tan claras, con ese color tan azul cuando el cielo da la cara, en ellas aprendía a nadar, a sentirme pez, a volar entre dos cielos, porque nadar es volar, es sentir ingravidez, es libertad. ¡Qué bellos tiempos aquellos.!
Tres kilómetros de senderos, estrechos, difíciles, unas veces hacia arriba, las mas bajando, ligeros, corriendo para llegar primeros, que son los juegos de niños; alguna caída que otra que mi padre, gran curandero, sanaba frotando el golpe con manos de experto, de santo y siempre diciendo: Os he dicho que no corráis. ¿Veis lo que pasa?. Ahora todos conmigo- y con él íbamos, pero solo un ratito de nada, que los jóvenes, ya se sabe, les vale cualquier descubrimiento. Yo, una vez, al escaparnos en aquellas aventuras, después de que mi hermano el mayor, cayese sobre un zarzal y mi padre, como siempre, nos soltase su regañina, volví la cabeza a mirarle y le encontré sonriendo. Aquello se me gravó y al volver a casa, mientras mi madre nos ponía la mesa llena de hambre, le pregunté y, como no, me contestó: “Cuando seas mayor lo entenderás”. Ya soy mayor y, al recordarlo, sonrío, como no.
Aquellas excursiones largas, calurosas, arriesgadas, terminaban casi siempre en donde nació el Paraíso, las Buitreras. ¿Como lo describiría yo?. Bajando un empinado sendero, de pronto la tierra se parte, se divide en dos; es como si un ser mitológico, enfadado con la tierra, la hubiese cortado en dos y, en el fondo del corte, allá a doscientos metros de profundidad, una explosión de agua, tan pura, tan transparente, tan nueva, manando desde el mismo vientre de la tierra, se nos ofrecía fresca y diáfana para calmar la sed de la caminata y para sumergirnos en sus entrañas, como queriendo formar parte de aquel milagro. Y a su alrededor hierba, verde como la esmeralda, juncos, donde culebras y ranas convivían en paz, hasta nuestra llegada, queriéndolas alcanzar mientras nadábamos tras ellas.
Si, amigo mío, hubo una vez un tiempo ...
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