EL CRISTAL AMARILLO CON QUE SE MIRA
Recuerdos de una amarillenta y solitaria noche de invierno, esperando encontrar a alguien con quien hablar y poco más. La vida no me da plazos para cancelar deudas de agradecimiento pero, de vez en cuando, me tomo un respiro y, en silencio, con la oscuridad difuminando mis intenciones, me dejo llevar por algunos recuerdos y deambulo lentamente hasta encontrarme con la soledad.
Me gusta pasear por las solitarias y oscuras aceras en las noches de invierno; cruzar el parque, oyendo silbar el aire entre las amarillentas hojas de los árboles, sintiendo como el frío paraliza mi sangre mientras consumo lentamente el cigarrillo entre los labios; si, me gusta ese silencio. En él me siento diferente, mejor, mas cerca de mi propio yo, me siento vivo, bien, por eso lo cuento. Es como un intercambio; en mi anonimato escondo mi rubor, abro el frasco de mis pensamientos y a cambio recibo a alguien con quien conversar, con quien intercambiar sueños que, de otra forma, irían al fondo negro y silencioso del olvido. Eso no es bueno, necesito memorizar porque, cuanto mayor es mi memoria, más intensa me parece la vida vivida que, en realidad, es lo único que me queda al llegar a mi horizonte.
Esas noches frías, amarillas por la iluminación de las antiguas farolas, me acompañan y me gusta su compañía. No escondo tristeza, ni en mi vida, ni en mi alma ni en mis recuerdos. No se puede buscar tristeza en mis palabras, ni abandono, ni añoranza de lo que no pudo ser. Es solo la necesidad de llenar mi memoria no solo de acciones, también de emociones. Vivencias del cuerpo y vivencias del alma; el problema es que ella, el alma, al llevar tantos silencios encarcelada en mi cuerpo, ve la vida de una forma más gris, como los anocheceres que me invitan a pasear por las solitarias y oscuras aceras de cualquier lugar. Las piernas me piden descanso, pero la edad y la niebla que poco a poco va inundando de tibieza el paisaje me aconsejan seguir andando. A veces me pregunto. Mis seres queridos llenan mi vida de motivos y la llenan con tal intensidad que a veces me da miedo no tener suficiente cavidad en mi alma para alojarlos. Pero la edad me va acercando lentamente a mi final, a la muerte, a mi verdadero horizonte y, quedándome parado en medio de la tibieza del amarillo imperante me pregunto: Al morir, moriré yo solo; todos ellos quedarán aquí recorriendo sus inexorables caminos hacia sus horizontes, entonces… ¿Si hay algo más he de enfrentarme a ese algo en solitario? ¿Con qué bagaje? ¿Con qué podré justificar mis acciones? ¿Qué razones se pueden dar cuando no nos acompañan esos seres queridos que las apoyarían y les darían solidez a las preguntas?
He buscado la soledad toda mi vida como soporte seguro para mi estabilidad emocional y, ahora, cuando la muerte me la da gratuitamente… ¿Ahora me voy a preocupar de hacer el viaje solo? ¡¡¡Que absurdo!!! Seguiré paseando hacia el café de la esquina anónima. ¿Me acompañas? Prometo no pensar mas.
Me gusta pasear por las solitarias y oscuras aceras en las noches de invierno; cruzar el parque, oyendo silbar el aire entre las amarillentas hojas de los árboles, sintiendo como el frío paraliza mi sangre mientras consumo lentamente el cigarrillo entre los labios; si, me gusta ese silencio. En él me siento diferente, mejor, mas cerca de mi propio yo, me siento vivo, bien, por eso lo cuento. Es como un intercambio; en mi anonimato escondo mi rubor, abro el frasco de mis pensamientos y a cambio recibo a alguien con quien conversar, con quien intercambiar sueños que, de otra forma, irían al fondo negro y silencioso del olvido. Eso no es bueno, necesito memorizar porque, cuanto mayor es mi memoria, más intensa me parece la vida vivida que, en realidad, es lo único que me queda al llegar a mi horizonte.
Esas noches frías, amarillas por la iluminación de las antiguas farolas, me acompañan y me gusta su compañía. No escondo tristeza, ni en mi vida, ni en mi alma ni en mis recuerdos. No se puede buscar tristeza en mis palabras, ni abandono, ni añoranza de lo que no pudo ser. Es solo la necesidad de llenar mi memoria no solo de acciones, también de emociones. Vivencias del cuerpo y vivencias del alma; el problema es que ella, el alma, al llevar tantos silencios encarcelada en mi cuerpo, ve la vida de una forma más gris, como los anocheceres que me invitan a pasear por las solitarias y oscuras aceras de cualquier lugar. Las piernas me piden descanso, pero la edad y la niebla que poco a poco va inundando de tibieza el paisaje me aconsejan seguir andando. A veces me pregunto. Mis seres queridos llenan mi vida de motivos y la llenan con tal intensidad que a veces me da miedo no tener suficiente cavidad en mi alma para alojarlos. Pero la edad me va acercando lentamente a mi final, a la muerte, a mi verdadero horizonte y, quedándome parado en medio de la tibieza del amarillo imperante me pregunto: Al morir, moriré yo solo; todos ellos quedarán aquí recorriendo sus inexorables caminos hacia sus horizontes, entonces… ¿Si hay algo más he de enfrentarme a ese algo en solitario? ¿Con qué bagaje? ¿Con qué podré justificar mis acciones? ¿Qué razones se pueden dar cuando no nos acompañan esos seres queridos que las apoyarían y les darían solidez a las preguntas?
He buscado la soledad toda mi vida como soporte seguro para mi estabilidad emocional y, ahora, cuando la muerte me la da gratuitamente… ¿Ahora me voy a preocupar de hacer el viaje solo? ¡¡¡Que absurdo!!! Seguiré paseando hacia el café de la esquina anónima. ¿Me acompañas? Prometo no pensar mas.