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martes, 29 de julio de 2008

EL DESPROPÓSITO

Cuentan que era extraño en casi todo; huraño, de fuerte carácter, dado a observar en silencio, porque en silencio vivía, entre libros y viejos recuerdos. De edad tan difusa que nadie aseguraba saberla. Su poco pelo perdido en la inmensidad de su cráneo, de tal magnitud y proporción que, de haber usado el cerebro, otra historia se contaría de su pueblo, de su país, hasta del propio universo pero, dejémoslo ahí. Pies zambos y mas bien planos, calzados con botas altas siempre, como un segundo pellejo adherido a su figura desgarbada, mas bien rota, quizás por el peso de sus pensamientos, o no. Sus manos como garras, parecían ser de oso más que de gorila, no sé si por las uñas o por la suciedad que portaban; otra segunda piel que le protegía de insectos y hasta de la vida.

Y aun así triste era su figura que, orgulloso, acostumbraba a lucir día a día por las calles, por la estación, por la plaza del Consistorio; eso sí, sin que nadie lo entendiese, rehuyéndole el contacto, la mirada y hasta el común aire que los cristianos comparten con todos los demás mortales.

Ocurrió como siempre pasan las cosas, sin avisos previos, sin sonidos de trompetas que alegre o tristemente alerten al pueblo llano que algo importante está viniendo. El no andaba por las calles en esos momentos; otros sí, comprando, bebiendo en los bares y comentando el partido de fútbol del fin de semana pasado, o simplemente yendo o viniendo. Se oyó una enorme explosión que llegó hasta los oscuros rincones de la cueva horadada bajo su enorme vivienda, donde la triste figura acostumbraba a cultivar sus champiñones. Enderezó en lo que pudo sus corvado cuerpo y, lanzándose en singular carrera salió a la calle.

Al llegar a la plaza, ya otros le habían precedido y como contemplando la levitación de una aparición mariana, bocas abiertas, sobre ellas las manos, observaban paralizados la fachada de una de las casas, en cuyos balcones de la planta alta se encontraban tres pequeños llorando. Detrás, aparecían y desaparecían las llamas de un enorme incendio. El humo dado en salir por todos los huecos que la vieja vivienda de tres plantas, alertaba a los viajeros más alejados que no pudieron ser avisados del comienzo del espectáculo con la inicial explosión.

No se entretuvo en pensar; ni era su costumbre ni, posiblemente, su mayor virtud y, lanzándose con su enorme mole a la fuente de la plaza, salió empapado hacia la casa. Reventó la puerta de entrada de un solo golpe y se adentró en ella, perdiéndose entre la penumbra y humareda que la inundaban. Todos, paralizados por el estupor, el miedo y, sobre todo, la cobardía, miraban con esa sádica mirada que los seres humanos acostumbramos a contemplar la desgracia de los demás, la “estúpida” reacción del pobre “despropósito”.

No tardó mucho en aparecer en el balcón donde los niños lloraban. Cogió en brazos a los dos pequeños y le indicó al mayor que se agarrase a su espalda. No pudo ser, nada mas dar un paso hacia el interior, donde las llamas ya rodeaban el hueco del balcón, se descolgaba el pequeño, cayendo al suelo. De nuevo al balcón y, dejándole en el suelo, comenzó su carrera con los dos chicos en brazos. No tardó en aparecer en la puerta y, soltándolos casi con brusquedad, volvió al interior. Cuando su figura apareció de nuevo en el balcón, las llamas habían prendido en sus ropas y, tomando al pequeño en sus brazos, miró hacia dentro. Lo intentó una, dos y hasta tres veces hasta que una nueva llamarada le abrasó literalmente la espalda y el poco pelo de su monumental cabeza. No soltó al niño y, apretándolo contra su pecho, dio un salto y se lanzó al vacío.

Cayó de espaldas y sobre su estómago, colchón que amortiguó la caída, el pequeño.

Cuando se acercaron a ellos, el niño aturdido se levantó. Del pobre “despropósito”, quedaron grabadas para siempre en las retinas de la gente del pueblo su sonrisa y su mano derecha, con el puño cerrado y el dedo corazón erecto, hacia arriba, señalando a la gente del pueblo.

viernes, 18 de julio de 2008

AUN NO HA OSCURECIDO


Es al caer la tarde. Suenan las hojas secas bajo nuestros pies, como un grito de agonía que la suave brisa aleja de nuestros oídos. Rítmico andar, obligados por el decadente otoño de nuestros corazones, para que puedan bombear la poca sabia que va quedando en estos cansados cuerpos, que antaño fueron objetivos y esperanzas. Hoy, ya solo quedan recuerdos, quizás también difuminados en el tiempo, como el grito agónico de las hojas que ya nunca volverán a ser.

Ya llega el final de setiembre; ya llegan los ocres arrasando todo nuestro horizonte; vientos a rachas que arrancan sin piedad la vestiduras de aquellos que tanto nos acompañaron, que tanta sombra y cobijo nos dieron, que tantas caricias ocultaron a la indiscreta mirada del furioso sol que, celoso de esa belleza y cansado de su monótono deambular, se oculta temprano.

Y en ese escenario, tú y yo, nosotros, tomados de la mano; no sé si recordando nuestras escaramuzas juveniles o buscando el disimulado apoyo a nuestra dudosa estabilidad, paseamos por el sendero hasta el horizonte; ida y vuelta, como siempre, teniendo alegre conciencia que esa vuelta, algún día no ocurrirá.

El crepúsculo se acentúa, los árboles van ocultando sus caras, realzando sus contornos en un tímido intento de esconder su desnudez. ¡Pobres ignorantes!. Sonreímos al mismo tiempo que apretamos nuestras manos buscando complicidad. ¡Pero si el invierno pasado ya os vimos desnudos también!. ¡ Y tantos inviernos más!.

No suena el arroyo este año; la dura sequía no tuvo piedad, ni aun aquí, en nuestro paraíso perdido en los montes que me vieron nacer. Ni el arroyo, ni las ranas, pero a cambio, arrecian las chicharras, haciéndoles coro a las plañideras hojas otoñales. ¡Curioso concierto, mujer!.

Caminamos hacia levante, allí nos lleva el sendero, aun sabiendo que, al volver, las últimas llamaradas nos cegarán el camino. Ya una vez tropecé y estuve a punto de caer. Lleva pendiente ascendente, así, al volver, cansados por el paseo, nos será más fácil el retorno. ¿Frialdad de pensamiento?. Quizás; es culpa de la vejez, el pasar los años encallece nuestros corazones dejando pocos resquicios por donde dejar entrar algo de sentimientos, impidiéndonos ver lo romántico del paseo que tarde tras tarde, siempre al anochecer, damos cogidos de la mano, hasta allá lejos, hasta el horizonte.

Es hora de volver, entornamos nuestros ojos y tomamos camino hacia el sol.

De pronto, siento a través de tu mano como crece una sonrisa en tus labios y, parándome ante ti te miro. Aun no ha oscurecido y los últimos rayos de ese agónico sol, iluminan tus mejillas. Me quedo extasiado contemplándote. ¿Recuerdas?.

Ya hace cuatro años que te fuiste, pero yo, aun paseo junto a ti, recordándote.

sábado, 12 de julio de 2008

LLUVIOSO ATARDECER

Tarde de agradecer, en un setiembre infernal, celoso del verano al que siempre quiso pertenecer.

Luis, con la monotonía con la que una beata confiesa sus faltas todos los días antes de comulgar, camina despacio por la ancha acera del bulevar que, inconscientemente, le obliga a dirigirse, aun sin querer, al bar donde se sumerge cada atardecer en lo mas profundo de su alma.

Largo, como la sombra de un ciprés en un atardecer del estío manchego, porque su extrema delgadez no le permite ser alto, camina sumergido en el mar de agua dulce que la inesperada tormenta veraniega descarga sobre Madrid; bulevar abajo, hacia Rosales y, antes de esquinar, su bar, su casa, su refugio, donde desde siempre, sentado sobre la misma mesa y mirando tras el mismo cristal, escribe lo que algún día llegará a ser alimento de las llamas en la caldera de algún pobre soñador como él.

Le es difícil avanzar, el viento que remueve las aguas del mar flotante le empuja hacia atrás, como avisándole de algún oculto peligro tras el tronco de uno de los plátanos de india que adornan el paseo; pero la soledad en la que vive, la necesidad de contar todo lo que lleva dentro, el suspenso en Derecho Civil que le acaban de notificar en la Politécnica, le dan las fuerzas que necesita para vencer la, cada vez, mayor resistencia del viento que le trae olores de pinos de la Casa de Campo. Al llenar sus pulmones con aquel olor, entrecierra sus ojos, quizás para protegerlos mejor de cualquier mota de polvo que, viajando de polizón en alguna de las ráfagas de aire que le maceran la piel, se cuele en ellos y, sonriendo, se recrea en alguna olvidada escena de amor que en otros tiempos pudo disfrutar.

Por fin consigue llegar a la puerta del bar; se sacude el pelo, el resto de su cuerpo está tan lleno de agua que no merece la pena preocuparse mucho más y abriendo la puerta, entra en casa. Se acerca a la barra donde, sin tan solo una insinuación, le espera una taza de café, solo, amargo, denso y tan caliente que le reconforta tan solo olerlo. Mira a Javier y sonríe agradecido; este le devuelve la mirada y con un pequeño gesto le indica una mesa del bar. Luis se da la vuelta para acercarse a su mesa, junto al ventanal, para ver caer la noche y, antes de llegar a ella, ya suena en el ambiente un blues, suave, entrañable, sugerente, íntimo, melódico, eterno. Javier ha elegido hoy el tema Kind hearted woman de Muddy Waters, quizás influenciado por el día, o por la ocupante de la mesa que, subrepticiamente, ha indicado a Luis.

Ya sentado, colocados sus papeles húmedos y algo desteñidos sobre la mesa, junto al café que sus delgados dedos remueven lentamente, levanta la mirada y despreocupadamente mira en la dirección que Javier le indicó. Sin esperarlo, sus ojos se encuentran frente a los ojos más negros, profundos, enigmáticos y bellos que jamás pudiera imaginar, mirándole, sin parpadear, serenos y sonrientes.

Pero aquí ya empieza otra historia.

sábado, 5 de julio de 2008

LA POSGUERRA



He leído tanto en mi vida sobre la postguerra, que se me han encallecido los lagrimales de los ojos, no de llorar, que no me mueven esos sentimientos, si no de enjugar sus iris para poder seguir leyendo. Nunca me importó el pensamiento político de quien escribía, sino lo que quería transmitirme. Y ahora os leo a vosotros, en ese limpio y sincero recorrido por vuestros recuerdos, obviando todo aquello que en nuestros juveniles cerebros no tuvo cabida y, sonriendo, con mis lagrimales a punto de reventar por aguantar, “como macho y hombre que soy”, esa pequeña y rebelde gota de añoranza que intenta salir de mi emocionado corazón.

Viví aquellos tiempos, como tantos otros y, cuando cansado de la tensión diaria en la que libre y voluntariamente me he inmerso, me recluyo en mi rincón, alejado de todo, a oscuras y en silencio, recapacitando sobre lo vivido y hecho, y reconozco que de aquellos tiempos solo me vienen a la memoria bellos recuerdos; más que bellos, los mejores momentos. Ahora me los hacéis rememorar y os lo agradezco. Vuestro escribir, vuestro comentar, vuestra ilusión por seguir adelante, vuestros pequeños triunfos, vuestros sueños. Unas veces, reflejados en una esquina semioculta de alguna buena narración, otras, comentando a otro escribidor o, simplemente, escribiéndolo; que no os duelen prendas para largar sentimientos y leerlos es manjar de pocos, yo, entre ellos.

¡Claro que tengo recuerdos, tantos, que llenaría siglos de historia al revivirlos!. El problema es el tiempo. Pero algo me viene al pronto, los babis, por ejemplo, aquellos uniformes grises que cubrían nuestros cuerpos. ¡Cómo no recordarlos, siempre llenos de tiza, de tinta negra, de barro del patio del colegio!. Y en un bolsillo el plumier, en el otro la “perra gorda” (un décimo de peseta) para comprar el pan de higo, o el polvito de algarroba, porque a la manzana clavada en un palo y cubierta de caramelo no llegaba mi sueldo. Zapatos con suelas de goma, el gorila, la cartera y la cabeza llena de ansias de comerme el mundo entero.

¡Qué buenos tiempos. No me lo estropearán otros, aun por mucho que lo intenten, los nuestros fueron mejores, mucho mejores.! ¡Creo que, para los que los vivimos, nunca habrá mejores tiempos!.