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miércoles, 23 de abril de 2008

DIAS DE SOL



Días de sol pasean por las playas de mi tierra, calentando arena y agua, como en las calendas de agosto; quizás un poco menos. A ratos, cuando alguna simpática nube algo subida de peso, paseando sus voluptuosas formas se cruza por medio, se llega a sentir el fresco, que del mar sopla la brisa y la agradece el cuerpo. Y con el día a mi espalda, pasean el día, las olas del mar, las nubes y hasta este pobre viejo; bueno, yo pasear no paseo, yo recapacito, reflexiono y, a veces, hasta pienso.
Descalzo llevo los pies por si las lenguas del mar les da por lamerme los dedos; y se atreven las muy osadas, no crean, aun faltándome al respeto que edad, bueno, casi como el mar tengo.
Sí, es bonito pasear por las arenas del mar, ya en primavera metidos, viendo al fondo conjuntarse cielo y mar y, aquí en la orilla, viendo las olas, como lenguas lamedoras queriendo besar la luna, subir y caer de nuevo, llena su boca de espuma blanca, de rabia por no conseguir un beso, deslizarse por la orilla escondiendo su vergüenza entre los poros de arena. A veces las ves subir y a la lluvia caer del cielo y en la mitad se saludan como viejos conocidos al volverse a encontrar; unas veces en el mar, otras en el desierto, las menos en montes y valles donde mas se necesitan, para beber, como riego del alimento del cuerpo o, para verlas pasar como ríos de esperanza hacia otros pagos que no tuvieron la suerte de ver llorar al cielo.
Camino despacio, hundiendo los pies en la arena, sabiendo que al volver ya no quedarán huellas de mi deambulante andar que, en el mar, doliente de alzheimer, no ha lugar para recuerdos. El problema, ironías de la vida, es que al volver de mi paseo, mi mente también olvidó lo que pienso. ¿Alzheimer? ¿Despreocupación? ¿Desidia? ¿Aburrimiento?. No lo sé, ni lo sabré, porque cuando ya se ha vivido tanto que los recuerdos no caben en la memoria, la pobre va y se bloquea y, entonces, ni entran nuevas vivencias, ni salen las que están dentro.
Días de tibio sol iluminan mis lentos pasos hasta el horizonte y vuelta. Y en el camino, agua de lluvia y mar, arena húmeda y salitre, aire fresco y poco más; suficientes ingredientes para aliñar las ideas que como un sueño, salen de mi anquilosado cerebro momentáneamente activado por el fuerte olor a vida que desprende el enamorado mar.
¡No pienso que es la tristeza lo que me lleva a escribirlo! Si alguien mirase mi cara, me vería sonriendo porque, la vida con toda su cruel realidad, nunca consiguió entristecer a un hombre que llega a viejo, por edad o por saber, porque los dos se hacen uno en el devenir del tiempo vivido.
Hoy soñaré que fui joven; je je, quizás se cumpla mi sueño.

domingo, 20 de abril de 2008

LOS TRILLIZOS



Siempre les veía al salir del colegio, por la tarde; los jueves no, que en los Marianistas era medio día de libertad. Me habían comentado que eran tres hermanos mellizos o algún otro palabro que de pequeño oíamos y nos sonaba a incomprensible cosa de mayores. Lo cierto es que cuando me encontraba con ellos, siempre acompañados y seguidos por aquella enorme, yo diría mas bien, descomunal, tata o señorita de compañía, se quedaban mirándome como si viesen algo extraño, cuando la realidad era que los extraños no se encontraban en este lado de las cruzadas miradas.

Eran hijos de una de las mejores y más adineradas familias de mi pueblo. Verlos era como tener repetida una de aquellas estampitas que coleccionábamos de pequeños. Iguales, igualmente vestidos y peinados. Tan perfecta y odiosamente iguales que, cuando uno de ellos lograba articular alguna extraña palabra, que solo entendía la enorme “foca”, perdón, señorita, que les defendía de la maldad del resto de los mortales, los otros dos restantes, como en los partidos de fútbol de cualquier ciudad moderna, repetían en perfecto y monotonizado coro.

En cierta ocasión, recuerdo, le pregunté a mi madre qué les pasaba.

- Son trillizos, hijo, pero tuvieron la desgracia de nacer en una placenta infartada y ...- no la dejé terminar. Cuando los padres de aquellos años nos hablaban como si fuésemos mayores, aparte de que se me quedase la visión cuadriculada el resto del día y por la noche soñase extrañas peripecias, frutos de mis atribuladas neuronas, era mejor no seguir oyéndoles porque al final nada más íbamos a entender. Y al salir corriendo, yo pensaba: “Pues a mi me parece que solo son tontos”.

Cierta tarde, al volver de jugar al fútbol en el colegio, les encontré por la calle. Yo iba algo distraído comprobando una colección de estampitas que mi amigo Luis quería cambiarme por dos canicas preciosas y, sin previo aviso, sin mediar palabra, sin aparente intención que me hubiese avisado con tiempo, uno de ellos, nunca sabré decir cual fue, tan idénticos como eran, me dio un empujón y, cuando tomé conciencia de lo ocurrido, me encontraba tirado en el suelo, las estampas volando en desbocado y galopante vuelo rasante y, casi sobre mis atribuladas piernecitas, aquella enorme masa que, desde mi nueva e involuntaria postura para verla, solo se veían unos gigantescos brazos en jarras, unos pechos, supongo que eran dos porque en realidad solo se veía uno pero tan grande como mi colegio y el trueno de su voz, casi tan grave como la del Padre Camilo, mi profesor de Latín, que me gritaba

- ¡¡Has podido hacerle daño a mi Crispín con tu estúpido comportamiento. Ten cuidado la próxima vez- y señalándome con aquel índice de su mano derecha que, saliendo como pata de elefante desde su hombro, se extendía ilimitadamente largo hasta casi mis ojos, -tendrás que vértelas conmigo.

A veces la vida es extraña y nuestro comportamiento aun más porque en aquellas circunstancias, cualquier chaval de mi edad, aparte de estar haciéndose encima todo tipo de porquerías, estaría envuelto en un mar de lágrimas y arrepintiéndose de no se qué acciones pecaminosas contra la vida misma. Pero no, yo, en ese momento, cuando la “masa” fue a retirar una de sus piernas para seguir la carrera que sus “niños” habían emprendido después de "mi" imprudente acción, levanté mi delgada piernecita y dando su enorme pié contra ella, después de que su voluminoso cuerpo había tomado la correspondiente inercia en aquella dirección, no pudiendo apoyarlo a tiempo para soportar el peso que se venía encima, dio en el suelo, junto a mi cuerpo, con tal estruendo que hasta el involuntario, pero no por ello pequeño, escape de gases que tuvo a bien producirse en tan inesperado momento, quedó silenciado.

Miré y vi; y lo que vi nunca lo olvidaré. Al caer, sus larguísimas zayas, faldas o como queráis llamarles, salieron en la misma dirección que el cuerpo y por tanto, hacia su cabeza dejando al descubierto algo que ningún ser humano haya podido ver jamás.

¿Muslos?. Aquellas cosas eran como las columnas de Hércules, de las que hablan Da Vinci o Plínio que, colocadas una al sur de España y otra al norte de Marruecos, daban paso a la famosa Atlántida. Eso sí, deformes como pocas cosas he podido ver en mi vida. Fofas, magras, blanquecinas como sábanas sepulcrales. Y no os cuento donde se unían porque os podría retirar para siempre vuestros pobres y exiguos instintos sexuales. Lo que sí puedo deciros es que, con aquella prenda íntima, aunque con esas dimensiones de íntima poco podrían tener, yo me podría haber hecho diez o doce pares de camisas para ir al colegio. Como escapé no viene a cuento, pues ya veis que soy yo quien lo narra.

lunes, 7 de abril de 2008

Retrospectiva




Al escritor Fernando Fernán-Gómez

Años llevo sin querer volver la mirada atrás; sin pensar si lo que fui fue lo que quise ser, si lo que soy es lo que en realidad soñé, para mí, para mi ser. No es recordar errores, ni fracasos, ni triunfos. Hubo de todo, lo sé. ¿No lo habría de saber si fui yo quien lo vivió, quien lo hizo ser, el único que lo maquinó?

Es la vida la que, a veces, llegados a una cierta edad, nos obliga a parar la marcha y echar una mirada atrás. ¿Es la edad, o la experiencia, o el miedo a lo poco que me queda por andar?

Me educó la razón pura, sin dejar espacio a la fe y por ella me dejé llevar hasta donde llegué y, en llegando a donde estoy, hoy me dio por preguntarme: ¿Estoy donde debería estar? ¿Soy quien debería ser? ¿Hice lo que debí hacer? Algo he sabido a ciencia cierta y es que no nací por casualidad; no soy el producto de una evolución aleatoria; lo sé por la razón, en ningún caso por la fe y esa seguridad es la que me hace preguntarme: ¿Estoy, soy, actúo…?.

Estos largos paseos, acompañando a la tarde en su suave fluir hacia el horizonte; estos calmosos pasos, que hollando la húmeda arena, me llevan poco a poco hacia mi destino, son tiempos de meditación que a escondidas le robo al acaecer diario de mi razón pura, sin que ella tenga constancia, ni del robo, ni tan siquiera de la intención. Y es hacia el atardecer, cuando mi pensamiento reactiva la memoria de mi haber vivido, cuando tantas y tantas preguntas nacen de mi ser y quedan, como la frágil espuma de las olas, sueltas al devenir incierto de la brisa de la tarde y siempre sin contestar.

Sin contestar. Sí. Quizás no tenga tanta importancia si estoy donde debería estar o soy quien debería ser porque el “debe” a veces no importa, cuando el “haber” es suficiente. ¿Mi haber? No cabe en este mar mi haber y ¿para qué? ¿Lo supe quizás emplear? ¡Cuantas veces me contesté: Aun no llegó el momento de aplicar tu conocimiento! Mañana será. ¿Por qué mañana? ¡Ay, mi viejo amigo, porque sabes que ese mañana nunca ha de llegar!

Tú que no sufres el tiempo porque el tiempo está en tí; que nunca tuviste un mañana, porque jamás viviste un ayer, que con tus continuas mareas borras siempre mi ayer para dejar limpia la llegada de mi mañana, dime: ¿Soy quien debería ser? ¿Hice lo que tenía que hacer? ¿Estoy ...? en esta tu orilla esperando al barquero que está a punto de llegar...